Ela Urriola

Investigadora y profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Panamá, posee un doctorado en Filosofía Sistemática de la Karlová Univerzita, Praga. Ha dictado las cátedras de postgrado y maestría Estudio del Pensamiento Creativo en la Facultad de Arquitectura; Análisis, crítica y creación de textos de arte y Teoría Estética en la Facultad de Bellas artes. Ha expuesto su obra pictórica en Panamá, en Praga y en Mladá Boleslav, República Checa. Ha publicado numerosos artículos sobre política, ambiente y cultura. Obtuvo menciones honoríficas en el Concurso Municipal de Poesía “León A. Soto” con la obra Noemas (2002), el Concurso Universitario de Poesía “Demetrio Herrera Sevillano” (1997) con la obra Modus vivendi, y en Cuento “Darío Herrera” (1996) con la obra El grito y el silencio. En 2014 obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Ricardo Miró” con su obra La nieve sobre la arena (INAC, 2015). En el 2015 ganó el Premio Nacional de Cuento “José María Sánchez” con la obra Agujeros negros.



De La nieve sobre la arena

INAC. Editorial Mariano Arosemena, Panamá 2015.

una gota de agua

Una gota de agua
Inicia
Su camino
En tu cuello
Recorre el espacio
Vía láctea
Desde el corpiño a la pupila
De tu vientre
Se divide
Tras fagocitosis
Fortalecida sigue
Y ya no sé si es sudor o néctar
O la misma gota
Bebida por mis labios
Cuando de rodillas frente a ti
Rezo


sobre la boca
Llueven caricias de mariposas
                  Latido
Vertido en tu sonrisa






más turbación 1

La vida
Condensada
En un instante
Se me va la voluntad
Al espacio entre las piernas
Con la idea de volar
Y alejarme
De una primavera sin amor


instante

Regresa
A través de
Los campos minados
El frío como distancia
La ausencia
El pánico al pasado
Regresa
Decide
Que el amor se hace
Ahora
No mañana
Ni más tarde
Tenemos un instante
Regresa




orgasmo


Carmín



Dedicado

Masticando llanto y milagro
La existencia suspendida en estertores
Derramados sobre el cuerpo
Como tangos




mutis profundo


Vamos a llenarnos de haches
A callar el susurro de las caracolas
Abracemos el solen las piedras
Descifra conmigo el eco
Hasta estrangularlo


Todavía es tiempo
De arrullar amapolas
Y estremecer las noches
Que la desesperanza
Escape por la ventana
Vamos a embriagarnos de haches
Enmudezcamos la palabra
En el umbral de la boca


Pero silencio
Amor
Que no escuche el viento
Nuestro himno colmado de secretos



caricia

Mariposas al vuelo vistieron la brisa
Murmullo de dedos convertido en fuego
Tu cuerpo mi cuerpo
Concierto de cuerdas vibrando
En el tiempo



un amante

Tengo un amante
En el cuarto
Cuerpo adentro
Por las calles se desmigaja la luna
Fija y tranquila
Cual llanto de virgen
Que teme no serlo

Recogiste tus pasos
Como barajas
Escondidas
Bajo el mantel de la mesa

Ayer encontré el eco de nuestras noches en la escalera
Y por eso tengo un amante
Solo por eso

Tiene las mejillas suaves
De niño
Y su rostro está enmarcado
Por la noche salvaje de sus cabellos
Y su risa es una canción que me adormece
Se parece a Byron
Quizás un día se parezca a ti
Pero hoy se parece a Byron
Copulando en su poesía
Agarrando el universo como si fuera un trompo
Estremecido entre sus dedos
Ávidos
Y nunca dice no
Siempre comienza
Y experimenta cada palabra
Como una orgía verdadera

Tengo un amante
Y nos tenemos
No me deja caer sin voz desde el pináculo
No me sepulta las palabras
Me convierte la voz en grito
Me convierte las palabras en un himno en esperanto

Escoge mis caderas como frutas maduras
Arrebatadas al árbol
Frutas tropicales
De colores primarios
Que se ansían y se devoran
Me contempla
Como cuando uno mira a lo alto desde lo bajo
Como cuando divisar una estrella
Se convierte en la razón para seguir con vida
Respirando
Tengo un macho mágico
Esconde sus miedos bajo el fango
Y luego me da de comer las flores
Cuando llueve su vientre
Al apagarse los relojes

Tengo un amante
Es tu culpa y te perdono
Es tu culpa y te maldigo
Porque su cuerpo es un vicio
Que santigua mi cuerpo
Cuando muero y me desangro

Y mi amante
Que es perfecto sin serlo
Te contempla con dulzura en la fotografía
Sabe que somos una ventana
Que ileso atraviesa
Para cosechar manzanas

Sabe que existe
Ese esfuerzo
Que se llama amor
Sabe que te amo
Y me respeta al saberlo
Sabe que estoy sola
Entonces su piel es un abrigo
Que siempre merezco

Pero ignora
Que sus pasos seguirán las gaviotas
Que a mis esperanzas se las llevarán el mar y la arena
Porque están deshechas
De tanto caminar por ti
Tengo un amante que me mira complaciente
Quisiera ser su madre para protegerlo
Quisiera ser su hermana para no perderlo
Quisiera ser su viuda
Para llorarle
Pero no puedo
Un día de estos le abriré la puerta
Cerraré mis piernas como un arca de juguetes
Y saldré a escondidas y en silencio de sus sueños

Tengo un amante
Y estoy viva porque lo tengo



De la obra Agujeros negros

LA SEQUÍA

No ha llovido en ochenta y cinco días.
Tencio se quedó dormido para siempre en el maizal cuando la X le escupió veneno en la sangre. Lo encontraron con la mitad del cuerpo ennegrecido y la boca abierta, perpetuando un grito que nunca llegó a estallar. Desde entonces, cada noche Esperanza se despierta en la madrugada y rememora el encuentro con el cadáver de su marido.
No se lo puede sacar de la cabeza. Esa expresión sin consciencia, ese dolor más allá del dolor. Recuerda el olor a miseria, el color de la muerte mientras lo envolvía en la sábana; las tablas que martillaron unos brazos voluntarios en su presencia, mientras a los niños los arrastraron al patio para contarles mentiras. Cuando se le secaron las lágrimas, llevaron el cuerpo de Tencio al Camposanto y ella caminó muda, ciega, exhausta de la ausencia que la acompañaría hasta el último de sus días.
Esperanza se sienta en la cama y lucha con la respiración entrecortada y la migraña. Su malestar no es solo sed sino angustia; la sórdida experiencia cotidiana, la del sueño interrumpido, el extrañamiento convertido en dolor. Así se queda esperando el alba, con una mano en el pecho y la otra extendida en el lado de la cama que continuará vacío. Su mano, que a veces avanza hacia la cabecera y luego aterriza en el centro del colchón, parece una paloma congelada en el vuelo.
—Hoy duele como ayer, porque el dolor que siento es el mismo —murmuró la mujer mirando la pared de quincha agrietada por la aridez y la precariedad.

La entrada y el portal los empezó su marido con cemento. El resto de la casa se haría poco a poco, con lo que la promisoria venta del ganado les dejaría. Nueve reses, que a la muerte del padre se repartirían entre los hermanos; a Tencio le tocaba cuidarlas en el terreno que el viejo les había dejado. Tres de los hermanos migraron a la ciudad, pero Tencio rehusó regalar el patrimonio.
—Esperanza, el señor Joaquín ha dicho que comprará. Pagará por el terreno y las vacas. Ha dicho que lo hará de una vez y entonces podremos empezar una vida. Pagará el precio justo.
Pero Tencio murió. Y después le sobrevendría la sequía. Ahora ella era la custodia de lo que su marido tanto amó. Eran varias las cartas que había enviado a la ciudad, sin respuesta. Esperanza ya no tenía dinero ni aliento para esperar.
—No van a comprar. Con esta sequía nadie va a comprar nada. No hay agua para la gente, menos para los animales — musitó la mujer y un silencio espeso rebotó en las paredes.
Un par de azulejos volaron hasta el orificio que funge de ventana, pidiendo agua. Cerca de las siete, los niños llegarán hasta su cama y le pedirán lo mismo. Mientras tanto, todavía dormidos en el catre, parecen una camada de gatitos paralizados por el calor. Ese aliento de infierno que atraviesa los arrozales secos, las quebradas muertas, los caminos polvorientos y se cuela por las pencas hasta convertirse en pesadilla, los despertará pronto.
Esperanza sabe que el dolor engorda con la miseria. Cada día duele más, porque cada día hay menos. Como un círculo vicioso. Miserables y sufrientes, sobrevolando un agujero negro, así trascurren las horas de la mujer con sus hijos en medio del pastizal, con esas reses que no dejan de dar vueltas alrededor de la casa. Ella salió al patio, depositó los ojos en el infinito y el fogaje perpendicular anestesió su piel trigueña.
Ya perdió la cuenta de cuándo fue la última vez que se escuchó a sí misma reír. A veces, los niños jugando en el patio sueltan una risa furtiva al encontrar una libélula seca, o cuando desordenan el camino de hormigas sedientas, que entran a la casa para hurgar en las esquinas.
Esperanza estiró sus manos y con solo mirarlas supo que ya no tenía fuerzas. Fuerzas para seguir, para permanecer en este desierto en que se había convertido la finca. Ya no había ilusión en su pecho, y su mente también flaqueaba. Muchas veces se sintió desorientada, porque con frecuencia perdía la noción del día en que vivía. Entonces recurría a la cocina y miraba en el calendario con la imagen de santa Librada la fecha que desde hace mucho era una cifra imprecisa. El día era idéntico al anterior, quizás la inercia la mantenía despierta. La inercia, porque la lluvia se encontraba extraviada, muy lejos de aquí.
Sacó de una bolsita de fieltro un pequeño espejo con los bordes gastados por el tacto. Tenía la piel mustia. Una arruga vertical protagonizaba el espacio entre sus ojos y ya era imposible imaginar cómo se vería su frente sin ella. Ahora su rostro era una elipse de huesos. El poco líquido que quedaba en la casa estaba reservado a sus hijos: lo mezclaba con miel de caña y le echaba cascaritas de naranja seca para que algo se les quedara entreteniendo sus encías. En la tinaja ya no había agua, la última taza la utilizó remojando la avena que mezcló en la paila. Ninguna fuente de agua sobrevivió aquel verano. La gente que pudo se fue marchando, pero ella no tenía cómo largarse ni adónde ir.
Esperanza albergaba gritos en el pecho, silenciaba demasiados reproches en la punta de la lengua y sobre todo, no entendía los designios del Señor. La calmaban, pero no quería entender. Era demasiado misterio ese destino que les quitaba la lluvia y segaba la vida de las reses; demasiado castigo quebrándole la espalda y rellenándole las tripas de hambre. Ahora, además, le quitaba el marido.
Tenía preguntas, pero la gente decía que no estaba bien preguntar. No se reclama, porque Dios sabe cómo hace las cosas. O como dijo el padre: “Los caminos del Señor son inescrutables”.
—“Inescrutables” —repitió, para sí, Esperanza.
No comprendía del todo el significado de esa palabra, pero daba lo mismo porque nadie parecía interesado en explicarles la voluntad del Señor. Desde hace meses, ella y sus hijos estaban fuera de su vista. Se quedaron solos.
Recorrió el patio y una brisa haragana apenas le rozó la cara. Las pocas hojas que quedaban en las ramas de los árboles no se movieron; la mayoría había caído, convirtiéndose en una alfombra donde las vacas agonizaban. La ropa tendida desde hacía dos semanas tampoco se movió. Posó la mirada sobre una blusa descosida y la sábana deslustrada por el uso. Ondeaban en la soga como banderas después de la guerra, pero hoy tampoco tendría fuerzas para descolgarlas. La sequía se había llevado sus ganas.
Miró los cubos de aluminio que se llenaron de polvo esperando la lluvia. Algunos se habían volteado. Eventualmente rodaban y hacían ruido cuando los niños se tropezaban al jugar.
Tres reses llegaron hasta el portal. Se quedaron mirándola, los ojos acuosos y entrecerrados, pero fijos en su cuerpo. Si las vacas pudieran hablar, estas seguro lo harían. Le lanzarían a Esperanza las mismas preguntas que ella quería hacerle al Señor. Ella también se habría quedado muda, porque no tenía respuestas. Morirán de sed. Las miró a los ojos y se sumergió en esa noche de pupilas, más negra aún que la noche misma.
—Ay, Tencio, ¿por qué me dejaste en este mundo?
La mujer miró a su alrededor y todo era sinónimo de sufrimiento. Esto era el infierno. El castigo eterno del que habló el cura en el último sermón que escuchó.
Las vacas continuaban allí. Como ella, tampoco tenían fuerzas para moverse. Hizo un amago por espantarlas con el trapo de cocina que guindaba de su mano más por costumbre que por utilidad, pero las reses no se movieron, diríase que se quedaron clavadas en el cemento del portal. Pasaron las horas y a sus huesos esculpidos a lo largo del costillar los iluminaría la luna.
Esperanza entró en la casa. Quería gritar y preguntar sin freno, pero los niños la miraban atentos. Replicaban las preguntas de las vacas en sus rostros y el mutis hacía eco en sus pequeños cuerpos. Ni para las vacas ni para ellos tenía respuestas. Esperanza no tenía respuestas ni para sí misma.
La mujer los miró como miran las madres, con el océano de cariño que se entrega aunque se tengan las manos vacías. Los abrazó, y de ese gesto protector brotó el último gramo de fuerzas que le quedaba. El más pequeño era idéntico a Tencio: El hombrecito de la casa, recién había dejado de gatear. Las niñas eran dóciles y se parecían a ella.
Los sentó en la cama y los vistió con la ropita de fiesta, la misma que usaban para ir a misa los domingos cuando atravesaban la loma en familia. Desde que Tencio murió no regresaron a la casa del Señor.
Sacó la paila del fogón, que desde hace días se encontraba apagado y revolvió la avena. Distribuyó la materia reblandecida en partes iguales. Mientras colocaba las totumas sobre la mesa, a cada niña le dio un beso en la frente. Al más pequeño le hizo un biberón con agua de arroz y lo envolvió en su regazo. Sus pechos se habían secado como la tierra y no podía amamantarlo más.
Con el tiempo, sus lágrimas también se secaron, en complicidad con el cielo. Por eso ya no lloraba en las noches, tan solo un pequeño susurro escapaba de sus labios y los estertores se multiplicaban por su espalda, como si estuviera riendo. Anita, la del medio, le había preguntado un día:
—¿De qué te ríes, mamá?
Ella no respondió, solo enderezó la arruga entre sus ojos y levantó los labios como un vuelo de pajarito, un gesto soso, para no hacerle entender lo incomprensible que era su dolor. Si Esperanza hubiera conocido el significado de la palabra lo hubiera dicho: inescrutable.
Comieron del veneno. Comieron y se quedaron dormidos con las entrañas reventadas por el matarratas. A la mañana siguiente llovería y se empaparía la tierra. Las vacas que resistieron la noche pudieron abrir sus fauces y sorber las gotas de esa humedad tardía, caída del cielo.
La puerta estaría abierta y los cubos se desbordarían de agua, pero no importaba, porque en la casa nadie volvería a tener sed.




















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