Lissete Lanuza Sáenz
Nació en
Panamá, es abogada, especializada en Globalización, Comercio Internacional y
Mercados Emergentes. En el año 20014, participó en el Diplomado en Creación
Literaria. En el 2010, publicó su primer libro de cuentos titulado Destinos Circulares. En 2012, su segundo
libro de cuentos, Ad Infinitum.
Muchos de sus
cuentos han sido publicados en los volúmenes colectivos (Soñar Despiertos, UTP, 2006 y Taller
de Escapistas, L&J, 2007), en la Revista Maga y en diversos sitios de
internet.
En 2010
mereció Mención Honorifica en el Concurso Nacional de Cuentos José María
Sánchez y tercer lugar en un concurso de cuentos en ingles organizado por
PenTales. En el 2011, recibió el Fallo de Minoría en el Concurso Diplomado en
Creación Literaria. En el 2013, nueva Mención de Honor en el Concurso Nacional
de Cuentos José María Sánchez. En el 2015, Fallo de Minoría en el Concurso
Nacional de Cuento José María Sánchez.
Actualmente
está trabajando en su primera novela.
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Yo
Del libro Ad
Infinitum, Editorial UTP, 2012.
Al tercer día que despierta, se enfunda un chándal y se va a correr
por el barrio antes de que salga el sol, se da cuenta de que algo ha cambiado
inexorablemente en ella. La certeza le roba el aliento. Hace dos minutos era la
misma persona que siempre había sido. La misma que hace cinco años. Y esa era
la misma de hace diez. Ahora, era una extraña que corría por las mañanas, y,
aparentemente, lo disfrutaba.
Trata de cuantificar todos los pequeños cambios mientras cuenta sus
pasos. Uno. La taza de té que se toma
todas las mañanas. Dos. Antes era
café, pero aunque sigue disfrutando el sabor, ahora ya no lo toma. De vez en
cuando, si es de noche, y ha tenido un día pesado, se permite una taza de
helado de café. Nunca sufre de remordimientos. Tampoco cuida cantidades. En eso
también ha cambiado.
Tres.
Ha aprendido a cocinar. Nunca pensó en convertirse en esta persona, la que se
divertía cocinando. La que prefería eso que salir a comer cada sábado por la
noche.
Cuatro.
Tampoco pensó, hace tan solo seis meses, cuando se montó en ese avión, que sus
días de parranda habían terminado. Que lo más fuerte que tomaría sería una copa
de vino para acompañar la comida.
Cinco.
Tiene miedo de haberse vuelto una persona aburrida. Una abstemia sin remedio.
Ahora lee demasiado, además. Pasa por el Fnac, sin falta, todos los días, antes
de entrar en el metro de Catalunya. No lo puede evitar, los escaparates la
llaman. Se entretiene un rato con los best-sellers, pierde demasiado tiempo en
los clásicos, y hasta revisa atentamente las nuevas adquisiciones en el área de
filosofía. La última revista que compró fue El
Economista. No está segura si eso significa que se ha vuelto una snob sin
remedio, pero cree que al menos significa que va por ese camino.
Seis.
Se pregunta si su madre la reconocería. Si ese novio que algún día tuvo todavía
querría a esta chica, veinte libras más flaca. Había perdido bastante de su
gracia. Por lo menos eso le dirían en casa. Se había vuelto más europea. Flaca.
Un poco más plana. Un tanto sofisticada. Todo el mundo se adapta, suponía.
Ahora usaba leggins y zapatitos flats. Camisas largas. Su cabello siempre
estaba lacio. (Aunque, bueno, eso no tenía nada que ver con ella. Era el
maravilloso clima). Poco maquillaje. Bufandas, siempre. Ya había agarrado el
truco de cómo amarrarlas. Cero accesorios.
Siete.
Si uno se ve diferente, se comporta diferente y se siente diferente, ¿será que
se ha vuelto otra persona?, se pregunta mientras sigue corriendo, porque esta
persona en la que se ha convertido es alguien con quien se siente tan cómoda
que no puede hacer nada al respecto.
Ocho.
Tenía amigos antes, muchos amigos. Salían de fiesta todas las noches, a veces
hasta amanecían juntos y se iban a desayunar. Compartían los mismos chistes.
Ahora estaba mucho más sola. A veces se tomaba un café con sus compañeros de
clase. Hablan de economía y política. De Nietzsche y Blake. De vez en cuando
compartía una copa de vino y una película con su única amiga, en la comodidad
de su piso. Se sentía más a gusto que nunca.
Nueve. Si
uno dejaba de ser uno mismo, ¿cómo debía sentirse?
Diez.
Y, después de todo, ¿era posible dejar de ser uno mismo? No tenía mucho
sentido. Uno era…uno. No importaba lo que pasara. Quizás uno simplemente
cambiaba. Evolucionaba. Se adaptaba al ambiente, como decía Darwin.
Once.
Y si uno seguía disfrutando el sabor del café, ahora en helado, y se tomaba una
copa de vino de vez en cuando en vez de emborracharse cuatro veces por semana,
y había cambiado bailar todas las noches por correr, es porque quizás eso era lo
que uno debía ser.
Quizás eso era crecer.
Doce.
Los primeros rayos del sol la recibieron mientras tomaba la última curva. Su
edificio estaba ahí, con la promesa de aquella taza de té y un buen día que
estaba a punto de comenzar.
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Mangos
Del libro Ad
Infinitum, Editorial UTP, 2012.
Es mayo y en mi casa huele a mangos. Mi abuela los prefiere verdes, en
una ensalada de esas que casi no se pueden comer, pero con la que sueñas en las
tardes de noviembre. A mi mamá le gustan maduros, entre rojo y ese anaranjado
que no nos queda más que decir que es color mango, porque no hay otra palabra
para describirlo. A mí siempre me gustaron “pintones”, como diría mi abuelo,
que al fin y al cabo es el que siempre nos los trae.
Pasé mucho tiempo extrañándolos. Un día, a finales de abril, me dirigí
al Mercat de la Boqueria, dispuesta a
darme un lujo. Pero el gusto costaba cuatro euros. ¡Cuatro euros por un mango!
¿Se lo imaginan? Con lo que cuestan los mangos en Panamá. Me dio tanto asco
solo de pensarlo que tuve que irme sin él.
Con cuatro euros se compran bastantes cosas.
Me comí un melocotón eso sí, para no irme sin una condenada fruta, y
me resigné a añadir una cosa más a mi lista de todo lo que me hacía falta. Al
fin y al cabo, no lo extrañaría por mucho tiempo. Ya estaba llegando la hora de
ir a casa.
Excepto que la vida no es siempre como uno la planea. A veces pasan
cosas malas, que te obligan a revalorar. Otras pasan cosas buenas que te hacen
dar gracias a Dios. La combinación de éstas a veces te mantiene lejos de casa.
Regresé el próximo abril, dispuesta a comprarme el mango de cuatro
euros y sentirme nuevamente en casa, sentada bajo el palo aquel, en la finca de
mi abuelo. Comiendo uno, dos, cinco, siete, tantos como quisiera. Él me los
daba ya pelados.
Esta vez no había mangos. Ni uno solo, por más que yo estuviera
dispuesta a pagar un ojo de la cara por ellos. Se quedaron solamente en mis
ansias, en mis remembranzas de aquel lugar que llamamos hogar.
Planeé regresar tantas veces. Intenté hacerlo. Pero acá tenía una mejor
vida. ¿Para qué dejarla? Y si a veces la nostalgia era tanta que me daba por
llorar, pues, eso era normal. ¿Cómo no iba a extrañar?
Luego te fuiste tú. Te marchaste. Y yo ya no regresé más. No tenía
ganas. Mi casa dejó de existir. Formé un hogar, primero, en un cuartito con
miles de fotos, y luego en un apartamento ultra-modernista que seguramente tú
hubieras odiado. Con un novio flaco y alto que corría maratones y con el que
nunca me casaría, porque ya no creía en eso, ya no creía en nada.
Nunca volví al Mercat de la
Boqueria, porque me recordaba que nunca podría volver a pisar mi casa, no
aquella que dejé, pero en mis recuerdos es siempre mayo, tú me abrazas y huele
a mangos.
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Este cuento se ha acabado…
Destinos Circulares, Editorial
9 Signos, 2010.
Hay setenta y cuatro baldosas verduscas y sucias en la pared de tu
baño. Lo noté por primera vez la otra
noche, mientras levantaba la cabeza para dejar escapar un grito de pasión. Me
llamó la atención el color, un verde mohoso y triste que no se ajustaba para
nada con mis románticas nociones de ti.
Un par de semanas después comencé a contarlas. Llevábamos ya unas
cuantas ‘sesiones’ y hacía rato que la experiencia había dejado de ser
excitante. Es más, ya estaba comenzando a rayar en ridícula, así que decidí que
contar sería una buena manera de pasar el tiempo.
Hay setenta y cuatro baldosas en la pared de tu baño.
Nunca pensé en descubrir esto cuando te conocí. Parecía hasta un cuento
de hadas todo, ¿o no? Lo recuerdo perfectamente, pues era una tarde preciosa y
yo sentada en aquella pequeña banca mientras los últimos rayos de sol bañaban
el parque con su resplandor rojizo,
pensé haber encontrado mi príncipe azul.
Tenía sentido que fuera en el parque, mi lugar favorito. Antes de
conocerte no había para mí nada mejor en el mundo que aquellos árboles
majestuosos, a veces coronados con verdor, y a veces vestidos de colores
variados, como una niña coqueta que cambia de vestido con la época. Pero al
tenerte a ti, de repente cambié de opinión.
Un idilio de cuento de hadas, eso fue lo que tuvimos. Y cuando
terminamos aquí, en este baño oscuro un par de horas después, ni siquiera noté
el sucio color de las baldosas.
Lo comencé a notar con el tiempo, con cada día soleado que pasamos en
este encierro verde y vomitivo que según tú nos brindaba la libertad de
disfrutar de nuestro amor sin que nadie nos interrumpiera.
El color se volvió francamente repugnante después de un rato. Fue más o
menos por ahí que comencé a contar, no hay mucho más que hacer mientras uno se
deja llevar por el amor, ¿o sí?
En
un momento, algo cambió.
Seguí contando, por si las dudas, y cuando terminé…setenta y cuatro,
claro está, lo mismo que ayer, me dediqué a observar a mi nueva compañera.
Le puse por nombre Holly.
No era más que una pequeña arañita, pero era la mejor compañía que podía
alguien imaginar, siempre presente, aun cuando mis ojos se cerraban y mis manos
estaban ocupadas en otra cosa.
Las arañas no viven mucho tiempo, me dice el Discovery Channel, pero
Holly me acompañó por una eternidad y más en tiempo de araña, y cuando por fin
murió, ni tuve corazón para sacarla afuera y enterrarla, como seguramente
habría querido.
La deje ahí, mi incansable compañera mientras disfruto de este amor que
estaba llamado a ser de cuento de hadas.
Yo aposté al felices para siempre, colorín colorado, el príncipe azul
viene a rescatar a su princesa en un corcel blanco para cabalgar hacia un
futuro juntos. Pero ahora cuando cierro mis ojos y todavía puedo ver las
baldosas del baño me despierto a la triste realidad. Yo aposté a un final
feliz, pero después del atardecer, los árboles y los pájaros, todo lo que
conseguí de ti fueron caricias apresuradas y las verdes baldosas de un baño, y
ya está. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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Casa
Ad Infinitum, Editorial
UTP, 2012.
Casa son diferentes cosas, a distintas horas. Cuando abro los ojos mi
casa es este polar que me protege del frío y esas persianas que no dejan entrar
ni un poquito de luz. A veces me quedo en mi cama, quietecita por un rato,
disfrutando del calor, antes de atreverme a sacar un pie de mi capullo, y
entonces mi definición se extiende a mis pantuflas, que me mantienen cálida y
confortable mientras me deslizo por mi piso. Casa es el gentil hummm que hace la calefacción cuando
estás muy muy cerca. O el pippip del
microondas cuando pongo mi taza de chocolate a calentar, porque eso, junto con
una magdalena, es lo que me gusta desayunar.
La computadora me recibirá luego, la tarea del día, o un libro, porque
será muy temprano para salir de casa. Eso es hasta que el teléfono me
sorprenda, como casi todos los días, a la 1 de la tarde, exactamente, y es mi
abuela, siempre, porque ella sabe que ya me habré despertado, y a esta hora
podrá hablarme. Y a veces no tendrá mucho que decir. Pero me contará cosas. Me
preguntará sobre clases, mis compañeros. El frío. La gente, la ciudad. Yo le
preguntaré si ya ha desayunado. Ella contestará que esa es una pregunta de
abuela, y se molestará porque yo la hice primero. Y me dirá que me extraña, y
yo la extrañaré más de lo que pueda decirle. A veces se lo diré. Otras veces
no.
Y cuando ella cierre, casa seguirá siendo mi piso, mi espejo que me
dirá te ves bonita hoy, mientras me arreglo para salir, mi puerta que rehusará
a cerrar si yo he olvidado las llaves, y la estación de bus donde me espera el
mismo conductor risueño de cada día.
Cuando llegue a clases y revise la computadora, la definición
cambiará. Casa será el mensaje que me habrá dejado mi hermana en el Facebook,
porque habrá llegado a casa de la universidad, y aunque debería estar revisando
algún libro de economía o de teoría política, perderé un rato contestándole,
porque estoy aquí, no allá, y ella es mi casa, y esa casa se quedará conmigo
durante toda mi clase.
En la noche, al llegar a mi piso, casa será ese teléfono que parece
acortar distancias. Mi madre del otro lado, compartiéndolo todo, desde las
cosas buenas, hasta las tontas. Todos los días, sin falta. Mi padre, con las
últimas noticias, de todo tipo. Mi hermana, la empatía personificada. Yo me
sentiré bien de escucharlos. Por la noche, gracias a ellos, cuando cierre los
ojos y esté en esta casa no me sentiré menos en casa por estar aquí.
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Laissez-faire
Ad Infinitum,
Editorial UTP, 2012.
El sello en su pasaporte fue el principio, pero no fue hasta que se
adentró en la zona franca y perdió de vista a su familia que comenzó a
sentirlo. Tal vez porque esa emoción que no podía reconocer la estaba volviendo
osada se compró una bolsa de gomitas y una botella de agua de tres dólares
mientras esperaba su avión.
Pasó las hojas de aquel libro que había adquirido precisamente para
este momento con más rapidez de lo usual, y si no hubiera sido por la
desesperación de la señora sentada al lado de ella, no se hubiera dado cuenta
de que estaban abordando. Ya en el
avión, no pegó los ojos ni un segundo, a pesar de todas las recomendaciones,
sino que se dedicó a ver todas y cada una de las películas a su disposición.
Al llegar a Barcelona estaba dormida y llena, porque comió todo lo que
le ofrecieron en el vuelo. Había leído todos los folletos que le habían
proporcionado, y google era uno de sus mejores amigos, pero aun así le costó
encontrar el hostal que había reservado para los primeros días. Una vez que
llegó, solo recuerda haber cerrado los ojos. No los abrió hasta la noche del
día siguiente.
Como no tenía sueño salió de su hostal y se compró una coca-cola
caliente (las frías costaban más), y un
bocata en el primer lugar con buena pinta que encontró por la calle. Luego
no podía creer que se pasó la noche simplemente caminando, dejándose empapar
por la belleza de la ciudad, viendo a la gente conversar, reír, discutir,
besarse. La ciudad parecía viva a todas horas, luces, colores, y un olor
particular que nunca podría llegar a describir. Deambuló por las Ramblas de
noche, como perdida en un ensueño y se sorprendió queriendo ser simplemente una
más, para siempre.
Encontró un piso al día siguiente. No tenía más que lo que trajo, así
que se presentó así mismo, con sus dos maletas y una sonrisa. Su computadora su
posesión más preciada. En los días siguientes iría acumulando cosas
innecesarias, libros de los que se iría enamorando, muebles demasiado grandes
que nunca podrían regresar con ella a casa, quizás entendiendo que la persona
en la que ella se convertiría nunca podría regresar. No realmente.
Para cuando comenzaron las clases ya era casi una europea más,
completamente inmersa en la cultura. Se había recorrido la ciudad completa a
pie. Conocía los mejores lugares para almorzar, el mejor puesto de churros, el
mejor chocolate caliente de la ciudad. Llevó a sus compañeros a probar la mejor
bocata de tortilla española y el
mejor kebab.
Se hizo amiga de todos, pero especialmente de una chica sonriente que,
en el fondo, era más parecida a ella de lo que había querido ver al principio.
Tuvo un love-affair
apasionado y no particularmente tormentoso con un compañero de clases. Se veían
cuando les venía mejor. Salían a veces a comer, o al cine. Nunca había drama si
ella no podía. O si él, ese día, no tenía ganas. En clases nadie nunca se enteró,
y cuando terminó, muchos meses después, siguieron siendo amigos.
Durante los días tomó clases de catalán, repostería, cerámica,
creación literaria y artes dramáticas. Leyó a Descartes y Sartre. Memorizó los
poemas de Sabines, y los recitó a lo
bajito, mientras caminaba por callejuelas, o se tomaba una cerveza en
una plaza cualquiera. No se permitió ni un segundo libre. Estudió más de lo que
nunca había estudiado, y disfrutó de las buenas notas como nunca había
disfrutado de ellas. Dejó de preocuparse a todas horas por su figura, su
cabello, su ropa, e innumerables otras cosas. Todo lo que la preocupaba mejoró.
No pensó en eso, tampoco.
Dejó pasar el tiempo. Viajó todo lo que pudo. Fue a Turquía,
Marruecos, Indonesia y Costa de Marfil, porque estaba convencida de que nunca
tendría la oportunidad de visitar lugares como aquellos de nuevo. Europa
siempre estaría ahí. Recorrió España en un pequeño y asfixiante carrito
alquilado, con su mejor amiga, su única amiga. Fueron los mejores tres meses de
su vida. Durmieron poco. Hablaron mucho. Comieron demasiado. Hablaron demasiado
también. Recordaría esos momentos hasta el día de su muerte. Al regresar a
Barcelona, después del viaje, le dijo adiós a su amiga y la vio regresar a casa
con lágrimas en los ojos.
No hubo decisión. Simplemente hizo las maletas un día, canceló su
alquiler, remató los muebles que con tanto cuidado había escogido y compró un
boleto. Ni siquiera llamó a su familia hasta un día antes. Cuando se bajó del
avión, de vuelta en casa, no se sorprendió al darse cuenta de que se sentía
exactamente igual a como se había sentido todos los días durante los dos
últimos años, aunque todo en su vida había cambiado. Ella era la misma.
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