Sonia Ehlers
Nació el 13 de abril de 1949 en México y es panameña por consanguinidad.
Ha vivido en Panamá, México, Suiza, Chile y los Estados Unidos de América. Escribió las siguientes obras: Presencia de
Pedro Prestán, (Ensayo histórico,
1999); Concepción para cuentos I, (Panamá Universal Books, 2006);
Concepción para cuentos II (Panamá
Universal Books, 2008); Las tortugas y otros relatos infantiles
(9Signos Editorial, Panamá, 2010); Alquiler fatal (Novela. Panamá Fuga,
Rasiri Ediciones, 2011-2014); Colección Semilla: El experimento de Tomás,
(Articsa, Panamá, 2011); Una
lagartija negra como la noche (Articsa, Panamá, 2012); La
montaña prohibida (Articsa, Panamá, 2013); Metamorfosis, un cambio
sorprendente (Articsa, Panamá, 2014); Defensa aérea (Impresora
Pacifico, Panamá, 2015); Los fantasmas del Canal (Teatro. Panamá
Fuga. 2012-2014); Garras feroces (Poemario. Articsa, Panamá, 2013); Claudio.com,
Pasión en línea (Novela. Ediciones Oblicuas, Barcelona, 2014); Una
vida, una época; Alfredo Ehlers Paredes 1867-1953 (Editorial La Antigua,
Panamá, 2014); Conciliación (Novela. Rasiri Ediciones, Panamá, 2015) y Contagio
y otros cuentos (Libertarias de Madrid, España, 2015). Sus cuentos aparecen en diversas antologías, revistas culturales digitales e
impresas. Actualmente está trabajando poesía, cuentos y novela.
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Cuentos tomados de Contagio y otros cuentos
Libertarias, Madrid, España. 2015
Servilleta de papel
¡Uf!, ¡qué frío! Era una tarde fría y gris. Le
apetecía un chocolate caliente.
Se dirigió al bistrot de la
esquina de la calle de George V. En la esquina de enfrente estaban estacionados
algunos taxistas, sentados en Mercedes Benz, esperando por clientes. En uno de
los autos estaba muy sentado un perro que miraba a través de la ventana,
mientras que su dueño, parado a un costado, fumaba un cigarrillo.
Caminó despreocupado hasta el bistrot;
la mayoría de las mesas estaban ocupadas como de costumbre. Se sentó en la
única mesita disponible de la esquina, ¡qué suerte!, era su rincón favorito;
era una mesita con una sola silla.
Mejor, así no se sentaría nadie a su lado. Pidió un
chocolate al mesero, que ya lo reconocía, pero que no se permitía hacer más que
un gesto ligero evitando intimar. Así era la gente de ciudades grandes.
Mientras esperaba, sintió la necesidad imperiosa de
escribir. Lo único que tenía a la mano para hacerlo era una servilleta de papel
que estaba dentro de una copa en el centro de la mesita.
La cogió y, sacando su lápiz, comenzó a escribir en
aquel pedazo de papel: «Estoy en esta hermosa ciudad, donde el arte se vislumbra
en cada rincón, donde las luces brillan hasta el amanecer, donde las musas
están por doquier. La he recorrido de cabo a rabo; sin embargo, me siento
vacío. Me faltan los ruidos domésticos, el llanto de los niños, el abrazo del
amigo, la carcajada espontánea de algún comensal. Los museos, los teatros, los
monumentos, todos, los he visitado una y otra vez.
El mesero se acercó con un chocolate humeante.
—Voilà, monsieur.
—Merci, monsieur.
Dejó a un lado la servilleta garabateada; se dedicó
a beber su chocolate.
Los clientes entraban y salían con caras
inexpresivas o ceños fruncidos.
Al terminar, se levantó, pagó su consumición y
abandonó el bistrot.
Iba cavilando por aquellas calles bien trazadas,
evitaba pisar algún recuerdo olvidado por algún perro. De pronto, recordó que
había dejado la servilleta con sus notas. «Bueno», pensó, «nadie la notará;
seguramente, el mesero la recogerá y la botará. Es lo normal».
Pasó aquella noche recorriendo las calles cercanas
al Folies Bergère. Siempre le gustó ver la gente que hacía filas para entrar a
ver a aquellas mujeres de anatomías perfectas, quienes, realzadas por la
fantasía del juego de luces, danzaban acompañadas por músicos profesionales.
Al día siguiente, como acostumbraba, se dirigió a
su bistrot predilecto; se sentó en aquel rincón de costumbre.
En esta ocasión, pidió un capuchino. Miraba aburrido a su alrededor. De pronto,
posó su mirada en el servilletero: había una servilleta con algo escrito.
Decía: «Leí tu nota; veo que no soy el único aburrido en esta ciudad de las
luces. Vine a estudiar filosofía a París, y estoy contemplando la posibilidad
de irme a España. No sé, es una idea que estoy sopesando».
Salvador estaba intrigado. ¿De quién sería la nota?
Observó las mesas circundantes, todos parecían concentrados en conversaciones
con sus acompañantes o mirando al vacío. Había uno que otro comensal, parqueado
como él, con cara inexpresiva.
Metió la servilleta en su bolsillo.
Sacó su bolígrafo y escribió en otra servilleta:
«Anoche, al salir de acá, me fui a deambular por el
área del Folies Bergère. Había mucha gente. Bajaban buses de turistas bien y
mal vestidos. No sé cuánto tiempo llevas por acá, pero ya mis tres años me
están pidiendo un cambio. Viene el fin de semana y siento desde ya el peso de
las horas…».
El capuchino se enfriaba. Estaba entretenido con
aquella nueva nota y la de su corresponsal. Jugueteaba con ella entre sus dedos
al tocarla en su bolsillo. Pensó que era un tonto, analizaba si dejar o no la
nueva nota. Decidió que no le hacía daño a nadie y la colocó entre las otras
servilletas, por si volvía a suceder. Seguramente, fue una broma de alguien a
quien le hizo gracia la primera nota que había dejado olvidada sobre la mesa.
Se levantó y se fue, luego de echar un vistazo por
las mesas.
Así fueron pasando los días. Él escribía y recibía
respuestas. Quería saber quién era su corresponsal, si ya podía considerarlo su
amigo o amiga.
Comenzó a ir varias veces al día al bistrot para
ver si podía encontrarse con esa persona. Estaba sintiendo la presión, la
curiosidad; necesitaba respuestas para sus notas.
Temiendo perder la razón, decidió un día, de buenas
a primeras, suspender las visitas a ese lugar y cualquier contacto.
Se fue al otro bistrot, ubicado
tres cuadras más arriba. Se sentó en una mesita redonda. Vio el servilletero.
Estaba anonadado... ¡no podía ser! Había una nota escrita en la servilleta.
«Salgo para España de la estación Central. Te espero hoy a las 2 p. m. en el
andén número 4».
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Contagio
Bendita
entre todas las mujeres. Matías estaba muy confundido con esto de hacer su
primera comunión. No se convencía de aquel mandamiento que le decía que tenía
que amar a Dios sobre todas las cosas. Él a quien más amaba era a su madre. Así
que, ante el asombro de la familia, decidió no hacer la primera comunión hasta
que aquel amor decayera. Lo peor no fue su decisión, sino que los otros niños
se contagiaron y tomaron conciencia de aquel amor. Ese año no hubo velas
encendidas, ni misales, ni hostias sagradas.
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Pueblo insomne
Había escuchado a su madre innumerables veces decir que vivían en una
ciudad olvidada por los dioses. Su abuelo, aventurero en sus años mozos, había
llegado al país en busca de mejor destino, al igual que otros compatriotas
caribeños. La población se había triplicado, pero no así las viviendas. En esas
dieciséis calles y nueve avenidas, crecía Augusto.
Pasaba parte de su infancia al aire libre, al igual que otros niños y
vecinos. Una de las costumbres, a la cual no se adaptaba, era que mientras
parte de la familia trabajaba de día, la otra dormía. Se turnaban para todo; en
la noche dormían los que habían ido a trabajar, y los otros sufrían de
insomnio, no por enfermedad, sino por hábito.
Los desvelados hormigueaban en los parques para disimular su espantosa
realidad. Decían que no tenían sueño y por eso preferían irse a sentar a los
parques en la noche. Los insomnes iban y venían, procurando parecer ocupados,
pero lo único que realmente hacían era vagar como sonámbulos, con su cansancio
a cuestas. Era un pueblo de noches largas, tristes y pobres. Para no pisotear
su dignidad, solían mostrarse alegres y despreocupados; cantaban himnos
ancestrales, que a él le sonaban a tristes lamentos africanos.
Augusto era muy pequeño para entender lo que realmente pasaba, así que,
con su mente infantil en eterno desvelo, desvariaba que, si la mitad de la
población tenía insomnio, como decía abiertamente su abuelo, quien ya no quería
aparentar nada, entonces podrían aprovechar el tiempo en el parque y encontrar
algo que hacer. Podían leer, podían hacer yoga, podían hornear galletas; aunque
esto último era improbable, porque las estufas de sus cuchitriles estaban
dañadas. Él veía pura vagancia, oía solo tonteras, olía aquellos cuerpos
traspirados pasarle cerca. Se resistía a vivir anclado en una población inútil
e insomne. Ese no sería su destino, él quería aventurarse, como su abuelo.
Mientras crecía, Augusto hizo un programa para las horas en que le
tocaba deambular en el parque, frente a su vivienda.
Se agenció un quinqué y se acostaba a leer sobre unos periódicos viejos
cuanto libro, paquín o revista encontraba. La gente comenzó a sentarse a su
alrededor para que él les leyera. Lo apodaron el quita insomnio.
Cuando se aburrían de escuchar una y otra vez los mismos cuentos, los ponía a
hacer yoga. Aprendieron algunas posturas por medio de una revista que
encontraron en la basura. Repararon algunas estufas para hornear galletas. El
orgulloso abuelo veía con deleite la transformación que vivía la población. Así
fueron pasando los años, hasta que el quita insomnio, convertido en
un adolescente, decidió que era hora de emigrar y dejar aquel pueblo
noctámbulo, que había madurado. Una noche de la que no recordaba el año, con la
sangre de aventurero que corría por sus venas, se marchó con un paquete de
galletas que había horneado la víspera y el canto agradecido que se fue
perdiendo, a medida que avanzaba, al país de nunca jamás.
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