Menéndez González, Gonzalo


Nació el 2 de mayo de 1960. Es Licenciado en Geoquímica (Universidad Central de Venezuela). Estudió Maestría y Postgrado en Gestión Ambiental en la Universidad de Panamá y en la Technische Universität Dresden, TUD (Alemania). Estudió la Maestría en Gestión de Procesos Empresariales (Universidad Interamericana). Ha dedicado su labor profesional a la gestión ambiental.
En 2010 se le otorgó el Premio 9 Signos de Minicuento "Rafael De León-Jones" con El síndrome y otros cuentos. En 2012, el Premio Nacional de Cuentos José María Sánchez con Mirada de mar ; en 2013, con el libro La tos, La Tiza y Tusó, el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán (cuento).
Es  compilador del colectivo Más que ContARTE (Edit. UTP). Algunos cuentos han sido publicados en la revista Maga (No. 68 y 70, Universidad Tecnológica de Panamá) y en el suplemento Día D del Panamá América.
Forma parte de la antología del cuento panameño de Enrique Jaramillo Levi, Tiempo al tiempo (2012). Comparte una publicación de poesía iberoamericana: Isla en una Isla (Latin Heritage Foundation (USA, 2011). Cursó el Diplomado en Creación Literaria de la UTP (2011). Su cuento Alboroto de avez, fue publicado en chino (Revista Chung Sir, ed. 45, Panamá 2015).
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Del libro Mirada de mar
Editorial Universitaria UTP, Panamá, 2012.

Mei Lian, la florista de Salsipuedes

Ser profundamente amado te da fuerzas,
mientras que amar profundamente a alguien te da coraje.
Lao Tse

La niña Mei Lian amaba al joven Ren Li. Tal como sus ancestros lo habían decidido, su nombre simbolizaba un hermoso amor. Así era ella, hermosa y frágil como una copa de cristal. Transparente y amable. Su contextura delgada y su rostro de filigrana le daban aspecto de muñeca. Su piel era una llovizna de melocotones.
Mei Lian idolatraba a Ren Li, un hombre fuerte de carácter recio, que sabía deshacerse frente a sus palabras y ojos de niña frágil. Mientras él adoraba el mar con su fuerza milenaria, a ella la melancolía y los silencios de las montañas le apasionaban. Las hojas secas arrastradas por la leve brisa eran suficiente motivo para que ella le escribiera poemas de amor. El crujir de las ramas secas bajo sus pies descalzos, le inspiraba su deseo de pintar acuarelas. Soñaba con hacerlo en Shanghái y formar parte de los alumnos de una escuela de arte en esa ciudad. Por su lado, a Ren le gustaba el movimiento, los colores del comercio y las personas, y el puerto de Cantón era ese tipo de arcoiris, pero el país atravesaba una crisis muy seria que los obligaba a emigrar. Entre las guerras, las sequías recientes y su consecuente hambruna, no eran muchas las alternativas para dos soñadores atrevidos.
Una tarde, Ren recogió un aviso que encontró en el mercado. Los llamados para reclutar obreros chinos eran frecuentes. El puerto era un hervidero en esos tiempos. Esta vez solicitaban hombres fuertes que quisieran trabajar en la construcción de un ferrocarril de 80 kilómetros en Panamá. Él no sabía dónde quedaba ese lugar, pero sintió que su sueño iniciaba.
-Mei, ese lugar debe ser solitario entre montañas como a ti te gusta- trataba de convencer a su amada. Era un comentario inútil, pues ella lo seguiría a ciegas a donde escogiera. Ren Li decidió por los dos. Días después se embarcó a Panamá con sus ropas y su cabeza hirviente de planes y esperanzas. Mientras, Mei esperaría hasta que él la mandara a buscar.
Su viaje fue un encierro cruel de dos meses, donde la aglomeración y la falta de alimentos se convirtieron en un serio problema. Ren vio morir a muchos de sus compañeros. Zarparon más de doscientos y cerca de treinta nunca llegaron a puerto panameño. Un sopor asfixiante era lo usual. Todos hacinados, respiraban como asmáticos el vapor ácido de sus cuerpos. Sin saber de dónde ni cómo, llegaba una pequeña manguera para aspirar opio, el veneno negro. Entonces,  alcanzaban trances de calma y fantasías. Encontraban la fuerza y paciencia para resistir los maltratos. El opio era una medicina. Ren dormía como la mayoría, en las sombras y la humedad del corazón de un barco viejo y desvencijado.
Una madrugada, un grito los despertó. Se divisaba tierra. La alegría se extendió como un calambre. En la oscuridad, algunos rostros empezaron a sonreír. Panamá empezaba a sonar a gloria.

Por las altas montañas nevadas, Mein Lian supo que estaba en su China natal. Primero se vio en una pequeña barca con una pértiga a manera de remo. Surcaba muy lentamente una laguna de quietud indescriptible. Se podría pensar que se trataba de un espejo. Una delgada niebla daba al entorno un halo de misterio. En esa neblina apenas fría, se dejaban colar sauces en las orillas, cayendo devotos ante tanta paz y belleza. La barca casi no avanzaba. Excepto por los lentos movimientos de Mei Lian, se diría que estaba pintada sobre un lienzo. Se sentó y disfrutó de aquella quietud. Unas cumbres sobresalían entre las nubes. Con sus paredes blanquecinas y su carácter imponente, esas puntas escarpadas eran los padres vigilantes. A sus pies, un alma sensible como la de Mei Lian, se dejaba encantar por los trazos de esa acuarela.
No supo cuántas horas duró la travesía de la laguna. Fue encantadora. Así debía ser el paraíso. Sólo el lejano canto de unas aves perturbó su sueño. Eran unas grullas que se deslizaban por el aire buscando las copas de árboles. Las cimas imperturbables miraban desde lo alto. Unas tranquilas nieves coronaban las paredes de roca. Esas montañas eran un círculo de ancianos de largas barbas blancas. De ellas bajaba suavemente un viento frío que helaba el entorno. Mei meditaba. Había dejado de mover la pértiga, y recostada en un extremo de la barca, tan sólo miraba.
El lago reflejaba un cielo blanquecino. Estaba nublado. El rocío flotaba en el viento. Los cabellos de Mei Lian se humedecieron con brillantes gotas, y a manera de corona cristalina, radiaban los escasos haces de luz que se filtraban. Aún se podían detallar los trozos de hielo remanentes en los bordes del lago. Esos pequeños trozos blancuzcos se deshacían lentamente. Algunas ramas cercanas al agua estaban cubiertas de una película cristalina. Un vidrio delgado las cubría, como queriendo congelarlas por siempre. Esas campanillas también empezaban a despertar de su letargo. El agua que llegaba escurriendo las paredes rocosas, era fría y transparente. Un azul de cobalto fundido se percibía hacia el fondo. Ese color azul, encantó a Mei Lian. Sus pensamientos se fueron enmarcando en la noche y su serenidad. Se enroscó en la barca, y se durmió lentamente, como las ondas de las aguas adormecen la orilla. Nunca supo si aquello fue un sueño, una premonición o una vivencia fantástica.

Largas filas y horas al sol, eran las primeras actividades de Ren Li. Un grupo de representantes de la empresa Panama Railroad los esperaba al final en una caseta, para instruirles en cortos minutos sobre su destino y localidades. Les hablaron del clima tropical y las enfermedades, del Departamento de Panamá, de la Nueva Granada de Bolívar, y de Aspinwall la ciudad atlántica, donde terminaría el ferrocarril. No los trataron bien, ni mucho menos les hablaron de sus salarios ni de sus derechos.
Ren Li prestaba poca atención a tantas explicaciones. Comprendía muy poco el idioma inglés, y le maravillaban los colores y el ruido de los alrededores. Sabía que estaba en el lugar adecuado. Su trenza larga y el sudor empezaban a ser una misma cosa, y con los días comprendió que el clima era capaz de doblegar a cualquier trabajador. Aún así, se sentía cómodo en el bullicio y el movimiento de ese lugar.
Los días transcurrieron sosos. Primero fueron meses. Luego años. Durante su ausencia,  Mei Lian tan sólo recibió una carta de su amado. En ella poco le decía. El llanto fue una rutina para la linda mujer, quien se deshilaba cada noche en un quejido silente y triste. Sus largos cabellos colgaban lánguidos sin brillo ni presencia. Tan sólo allí, como una cortina oscura que oculta lágrimas. Una noche de luna llena, decidió escapar sola y buscar a su querido Ren Li, y para ello tan sólo contaba consigo misma y un arrugado papel que alguna vez salió de ese desconocido lugar.
Logró con ayuda y compasión de un guardia, colarse en un buque que zarpaba para Panamá. Al tercer día fue descubierta. El capitán le hizo pagar con creces el atrevimiento. La tomó de su cabellera y la arrojó a su camarote. Mei lloraba calladamente. Le arrancó de un envión toda su ropa y a partir de ese momento, los abusos sexuales no pararon. Le destrozó su cuerpo. Noche tras noche, los golpes y moretones le tiñeron la piel de seda, y su cara se fue arrugando como papel de arroz. A pesar de ello, nunca sometió su alma a los caprichos del capitán. Su mente estaba intacta, como su corazón. Para soportar la barbarie, se veía en un bosque de cerezos. Imaginaba a su Ren corriendo a su encuentro y fundiéndose en un solo abrazo de tibios brazos y olores a frutas silvestres. Gracias a los artificios de su imaginación, no estuvo presente en los maltratos del marino, quien una mañana de abril, al llegar a puerto, en persona la estrujó contra la escalera y de un empujón la lanzó fuera de su barco.
Con sus hilachas guindando y su mirada triste, casi ajena, ausente, empezó a deambular por los alrededores. Unos lugareños la observaron perdida y le señalaron la dirección del Chinatown. Ella comprendió que su destino estaba en esa dirección.
El barrio chino le recordó su tierra. Se sentía caminando en su país, excepto que este lugar era más bullicioso y el calor, sofocante. Se alojó en la pensión de una anciana cantonesa. La dulce mujer la adoptó, como quien recoge naranjas frescas y las lleva a casa. El segundo día, la mujer se sentó frente a Mei. Luego de larga espera, le habló con palabras sencillas, casi maternales.
-Dulce niña, dime qué te agobia- murmuró la anciana. Mei tan solo callaba y miraba.
-Niña, esa carita triste debe cambiar. Quien espera, finalmente desespera- insistió la anciana.
Mei guardaba en su interior mucho sufrimiento. Hasta para una anciana cantonesa que había criado innumerables hijos y nietos, sus ojos resultaban un enigma. Pero ese torrente retenido tan sólo requirió de una mirada cómplice y un abrazo materno, para que se convirtiese en un llanto profundo, en un quejido lleno de dolor e incomprensión. Lloraba por ella y por el miedo de no encontrar a Ren Li. Presentía lo peor. Intuía que ya no viviese, de otra forma nunca la abandonaría. No entendía por qué no recibía noticias de él.
-Mei, acompáñame. Si la montaña no llega a ti, tú debes buscarla.
Días después, la anciana acompañó a Mei Lian por el barrio, preguntando aquí y allá. Destinaron mucho tiempo a largas conversaciones con vendedores de la bajada de Salsipuedes. No había señas de Ren. Los días de angustias se fueron sedimentando en resignación. Sólo encontraban miradas evasivas. Nadie quería referirse al asunto de unos suicidas entre los que se encontraba Ren. Nadie explicó que se mataron para aliviar los sufrimientos y la desesperación. Nadie quiso decir que los del tren les pagaban con opio, hasta cuando decidieron no hacerlo más. No quisieron contarles que se colgaron de sus propias trenzas. Y que no sufrieron más humillaciones de los irlandeses. Ni las patadas ni los escupitajos. No contaron de los que se ataron a las rocas esperando que la marea alta ahogara de una vez por todas, sus penas.
-Mei, el que sabe buscar, también sabe encontrar- sentenció de manera profunda la anciana. La joven mujer tan solo bajó el rostro, aceptando las palabras sabias, como un mandato.

Ahora en su sueño, Mei se veía bajando de la pequeña barca y caminando sonámbula entre unos árboles sin flores ni hojas. La soledad estaba en la quietud, en la simpleza de las rocas y sus musgos. No había ruidos. No había sonidos. La luz estaba presente, pero no provenía de ningún lugar, simplemente estaba. Mei se veía caminando con la mirada perdida en la nada. Se veía sonámbula, subía a una roca, se sentaba en ella y con las piernas sujetas por sus brazos, hundía en ellos su cabeza. Ya no lloraba. Simplemente estaba. No supo cuánto tiempo permaneció allí.
Aún sin expresión, bajó de la roca y caminó por horas entre bambúes y arbustos. Se enroscó como serpiente moribunda entre las cañas de la laguna, y esperó la noche. Después se vio caminando hacia un cerro con muchos árboles. Para llegar a él, debía atravesar un lugar fétido lleno de basuras, perros flacuchentos y gatos hambrientos. Mei caminaba entre las basuras del vertedero de la ciudad hacia el cerro Ancón. En la base del cerro, un mar de cruces le revelaba un cementerio sin gracia, casi anónimo, casi invisible, un cementerio de pobres. En un rincón, maderas chinas colocadas por amigos y familiares, recordaban a trabajadores del ferrocarril.
Cansada de caminar entre cruces,  y cuando ya la desazón le inundaba el alma, vio un nombre en un listón. Se aceleró su pulso. Encontró lo que buscaba. Mei encontró a su Ren Li. Corrió. Corrió hacia esas maderas con inscripciones chinas. Se arrodilló y con sus manos de sedas las tocó levemente. Besó el nombre con sus labios de mariposas, y  murmuró un quejido, un canto que se hizo viento. La tibieza de la tarde le arropaba el dolor. Con sus manos y su rostro de filigrana, la apretó con ternura, como quien se despide para siempre. Como quien abraza a su amado distante, para decirle al oído, un último adiós.

Triste y confundida con su sueño, Mei le habló a la anciana, quien le tomó la mano, y le dijo: “Los sueños son guerreros que nos guían entre batallas, a la verdad. Son como nuestros ancestros, reposan sentados en las orillas de los manantiales y lagunas, y nos envían sus cantos con el viento, nos saludan con las ondas del estanque, para que nos acaricien los pies, y nos alegran las mañanas con sus tibios brazos en forma de luz.” Mei, debes sentarte a reposar y oír al viento, que habla el lenguaje de los sordos. Tu angustia no te deja ver ni escuchar. Mei,  sólo encontrarás la paz, donde la paz se encuentre. Mañana iremos hacia ese cerro Ancón.
Y así lo hicieron. En medio de las maderas con sus inscripciones, por segunda vez encontró a su amado Ren Li. Lloró nuevamente. Sus largos cabellos fueron una cortina que la separó de la anciana. Ella, la dejó volcarse en tristezas, hasta cuando unos compungidos sollozos fueron callándose en el alma de Mei. Con la tarde a cuestas, regresaron en silencio al Barrio Chino.

Tiempo después se le conoció como Mei, la florista de Salsipuedes. Los turistas no dudaban ir a comprar rosas, geranios, calas, orquídeas, y su predilecta, la flor del Espíritu Santo. Se decía que sus manos eran mágicas y que de los perfumes de sus flores emanaba la esencia del cariño. A pesar de la algarabía de los alrededores, el local de Mei irradiaba tranquilidad, quietud y un aire perfumado de misterios. Quienes compraron allí, no olvidaron las fragancias exquisitas propias de un bosque encantado.

Mei Lian honró con soledad su hermoso amor, no hubo hombre en los alrededores que no se asombrara de su belleza. Eligió vivir en un tributo al hombre que la amó. Ella siguió siendo hermosa y frágil como una copa de cristal. Su mirada era lejana como sus montañas nevadas, y su piel siguió siendo una llovizna de melocotones en un caluroso rincón llamado Panamá.

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Comentarios

  1. Inigualable, cada vez que leía una línea quería llegar lo más pronto a la siguiente ... hermoso !!!

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