Marco Ponce Adroher
Nació en Montevideo, Uruguay en 1957. Es agrónomo, meteorólogo, escritor y editor. Ha publicado el libro de cuentos Entonces percibo el silencio en 2016, obra que obtuvo el accésit del Premio Nacional de Cuento "José María Sánchez" en su edición 2009. Sus cuentos han sido publicados en periódicos locales, la revista Maga, en el libro colectivo Contar no es un juego (2007) y en la antología Los recién llegados (2013). Artículos de opinión y ensayos aparecen en distintos medios impresos de Panamá.
Cuentos tomados
del libro Entonces percibo el silencio
Espacio arte ediciones, Panamá, 2016.
Port Lligat
Durante las horas en las que le servía de modelo, yo no me cansaba de
observar aquel paisaje que ya, para siempre, ha formado parte de mí misma. Pues
siempre me pintaba cerca de alguna ventana.
Ana María
Dalí, 1949
El pitido
del metro ya no se escuchaba cuando Elena saltó al último vagón. Las paredes de
la estación Plaza de España desaparecieron en segundos, las puertas alejaron
los ruidos externos y ella buscó con la mirada un asiento libre: todos estaban
ocupados. Se abandonó de pie a una somnolencia que la estuvo persiguiendo por
varios días. Cuando el tren llegó a la siguiente estación la movida de
pasajeros fue rápida y unos cuantos asientos quedaron vacíos. Eligió uno lejos
de las puertas, se recostó contra el pasamano y cerró los ojos. No tuvo
sueños, ni sonidos, ni pensamientos; solo olvidos. En Atocha la voz metálica de
los anuncios la sacó del sopor. Dejó el asiento un poco sobresaltada y salió
del vagón con el cuerpo encogido. El frío de la mañana le tocó las manos. Se
arregló el jersey, acomodó la bufanda, revolvió la cartera en busca de tabaco
y encendió el último cigarrillo; la bocanada de humo flotó un instante mientras
ella apuró el paso hacia la avenida.
El
ajetreo de la estación quedó atrás y los ruidos se esfumaron en la atmósfera
mezclada de vaho y electricidad.
En su
tercer día de vacaciones había salido a dar vueltas por Madrid sin rumbo fijo.
Iba adonde la llevara el destino y sus piernas. Sintió que el viento le zumbaba
en la cara. Necesitaba calor antes de empezar a tiritar; calor de hombre -que
no tenía- y calor físico para no helarse. Caminó rápido por la avenida tratando
de esquivar los charcos de la acera; la llovizna le mojaba el pelo largo,
negro, y minúsculas gotas de agua le corrían por el cuello. (En ese momento
quería ser llevada por la humedad hacia las nubes del horizonte).
Entró en
un restaurante y se refugió en la barra. Pidió un café, compró un paquete de
cigarrillos y se mudó para una mesa con ventanal que daba a la calle. El calor
volvió a su cuerpo con el tercer sorbo. Afuera, la gente en trajes oscuros
esquivaba miradas y hablaba para adentro. Elena vio reflejado en el vidrio el
color opaco de sus ojos verdes oliva, rara mezcla de ancestros moros y gitanos;
debajo de los ojos empezaban a notarse unas bolsitas, acentuadas por unas
ojeras incipientes, preludio del futuro inevitable. Hizo una mueca a la imagen
del vidrio, y desde la calle un cincuentón saludó sin ganas mientras esquivaba
a una pareja de jóvenes. Elena apuró el café, prendió el cigarrillo y miró un
rato a través de la ventana. Sentía que el tiempo pasaba yermo, pero quería
buscar significados en las cosas externas, en los transeúntes, en las gotas de
llovizna, en los charcos de la calle, olvidada de sí. Terminó el cigarrillo,
pagó la cuenta y se aventuró al frío.
Caminó
por Santa Isabel y frente al Museo Reina Sofía dejó la búsqueda de significados
y acompañó los movimientos de los elevadores. Alcanzó la taquilla e hizo fila
junto a un par de japoneses, cinco estudiantes de liceo y un francés.
Dejó el
vestíbulo de entrada, caminó con lentitud y visitó la sala de exposiciones
temporales. Elena miraba las obras de ese mundo inmóvil, abstracto y
claroscuro. De frente a las pinturas, creyó percibir la contigüidad de los
tonos pastel con su vida, pero desechó la imagen, un tanto nostálgica. En su
lugar, dejó que el aire cálido del museo acompañara sus pasos, como esencia
traslúcida que penetra el cuerpo.
Afuera la
llovizna continuaba mojando el aire, pero el ambiente del museo se había
templado por efecto de la calefacción. Elena sentía calor y ahora el jersey le
molestaba.
Se detuvo
cerca del arco de la segunda planta, donde empezaba la colección permanente, y
tomó perspectiva del salón mirando las paredes blanquecinas. El silencio
ocupaba la estancia y el corazón de Elena latía inaccesible. Vio las salas y
los recintos más chicos que rodean el salón principal. Entró despacio, con
cierta precaución en el caminar, tal vez para no perturbar los espíritus de
aquellos artistas que habitaban las paredes. En la primera sala se detuvo
frente al Retrato de Sonia de Klamery, Condesa de Praderè. La Condesa reposa encima de
la rama de un árbol frondoso, rodeada por una exuberante flora y pájaros
multicolores, en un ambiente tropical. Elena aspiró con fuerza para impregnarse
de la obra y quiso tener los labios de Sonia de Klamery. Unos pasos lejanos la
trajeron del idilio.
En la
sala de Pablo Picasso la llenaron los grises de Guernica y el tamaño
monumental del cuadro; la historia le golpeó la cara y el corazón se le
encogió. Miró el suelo y flotó un instante; dobló a la izquierda y las obras de
Dalí aparecieron frente a sus ojos, un remanso.
Buscó un
banco, apoyó las manos, movió la cabeza a izquierda y derecha varias veces y se
quitó el jersey que le oprimía el cuello. Alisó la cabellera y miró con
lentitud las obras del pintor catalán. Tenía una visión completa del recinto y
dominaba todos los ángulos y variedades de tonos, así que ahora se entretenía
poniendo distancias con las manos, calculando las proporciones de las figuras
y especulando con los variados matices. Miraba la lucidez de las obras,
auscultaba los bordes de los marcos y quería descifrar los enigmas de cada
lienzo con minuciosidad. Sentía los destellos de colores, las figuras
galopantes y la suavidad de los contornos bañados por las luces que colgaban
del techo. El tiempo pasaba sin prisa y el embeleso de Dalí crecía en remolinos
mientras ella se dejaba arropar por aquel abrazo. La genialidad del pintor le
dibujó una sonrisa en los labios y ella olvidó su camino de andurriales. Allí,
sentada en la sala con Dalí, lejos de todo, sentía el calor y la esperanza, tal
vez un cambio primordial que deshiciera su monótona vida.
Se dejó
atraer por los celestes de Muchacha en la ventana. Forzó la vista en
cada corpúsculo de la pintura y penetró la esencia de aquellos colores. Port
Lligat, donde residía el maestro, parecía tranquilo. La muchacha tiene sus brazos
apoyados en el quicio de la ventana; la cabellera le cae hacia la derecha
formando bucles imprecisos; la ropa, un conjunto blanco con listas celestes,
modela su figura; y ella, embelesada, mira hacia la costa de Cadaqués. El mar
estaba en calma y no había vestigios de la tramontana, ese viento que, se mete
debajo de las faldas de las viejas y las levanta como plumas. El olor marino se
colaba imperceptible. Las imágenes del pueblo quedaron inmóviles y las casas
blancas, sacadas de un juego de armar, reflejaron la luz de un día nublado.
Elena sintió el peso del cuerpo y encontró que la falda le entallaba por
completo. Las vacilaciones y preguntas de la mañana desaparecieron en el mar.
Detrás de ella escuchó un suave murmullo que se agitaba en alguna parte. El
susurro se tornó en palabra y un ruido seco la apartó de la ventana. Giró sobre
los talones y el piso de madera crujió bajo sus pies. Se llevó una mano a la
boca, los ojos muy abiertos, y una forma humana se movió en el cuarto. La sala
del museo había desaparecido y detrás de un lienzo, el vozarrón del pintor
llenó sus oídos: «Date vuelta que aún no he terminado», dijo Salvador Dalí con
el pincel en la mano.
………..
Donde
bajan los dioses
Hay noches que duermo expectante en el aposento de
rústica madera. La luz de las madrugadas lunares se cuela entre las rendijas
descubiertas e informes. Cierro los ojos mientras el oído y la piel sienten los
cambios del entorno. Entonces, una parte de mi ser sabe qué pasa mientras la
otra duerme lejos, muy lejos de allí. Si el viento cambia o la tormenta amenaza
los alrededores, mi cuerpo se pone alerta y los músculos atentos para
reaccionar al instante y correr hacia los acantilados en busca de los dioses.
Por las mañanas
recorro las inmediaciones, escudriño los pastos y la arena, me asomo desde las
alturas, busco señales inconfundibles del encuentro nocturno. Miro a lo lejos y
las figuras se deforman en la espesa atmósfera.
Hacia el mediodía
la niebla se ha disipado y el verde de la pradera se mece con la brisa. Tomo el
camino al pueblo, distante unos doce kilómetros, y entro al mundo humano.
Intercambio miradas y artículo monosílabos entre huraños paisanos. Hojeo los
diarios de la capital buscando noticias de los dioses, pero las letras me devuelven
una elipsis hiperbólica, el mutismo es absoluto. Sé que los dioses bajan a los
acantilados, los he visto, y nadie ha reportado tal hallazgo, aunque no me
atrevo a revelar este descubrimiento, me creerían loco. Me reflejo en los
vidrios para ver si algo en mí ha cambiado: la cara, los ojos, la piel; nada,
estoy igual. Avanzo por las callejuelas entre edificios apretados. Las dos de
la tarde y el calor se mete por la espalda mientras la sobriedad de las paredes
me sigue hasta la plaza. Llego al mercado y consigo algunas cosas para mi
aposento y un poco de comida. El pueblo parece quieto, lejos de preocupaciones
y ajeno a la codicia. Vuelvo a los acantilados por el trayecto largo y me
regocijo con la mirada.
Recuerdo el
sueño, aquel revelador momento de una noche cuarteada en un hotel perdido;
allá, lejos en la campiña. Los detalles me asombraron y vi por primera vez el
paisaje de los acantilados, límpidas moles de piedra elevadas decenas de
metros, y abajo el mar, retumbante criatura, porfiada, golpeando las rocas.
Esa vez, en el
sueño, sentí las palabras que sellaron mi destino. Escuché por un tiempo que
pareció interminable, escuché, y las palabras se hicieron carne, y las palabras
enmudecieron mi mente. Mientras ocurría el fluir de palabras buscaba imágenes,
seres, bodisahttvas, chamanes, druidas, sombras, alguna referencia que
acompañara esa voz inextinguible. Soñaba y traté de abrir los ojos para ver si
las palabras provenían de la habitación, pero el sueño me retenía. En cierto
momento supe que había una presencia en alguna parte de mi mente, en el mundo
de aquel sueño, y quise trasponer los espacios. El ventilador del techo estaba
encendido y podía sentir las bocanadas de aire que me llegaban a intervalos
regulares. ¿Estoy dormido y soñando? ¿No será que el calor me tiene en un
duermevela y el exterior se mezcla con las imágenes internas distorsionando las
esencias? Quería saber. Y las palabras me apretaron como tenazas.
Después todo fue
calma. Al deseo de saber lo reemplazó el sonido, cada vez más claro de las
palabras que, lentamente, poblaban mi conciencia. Los dioses bajan en los
acantilados del Sur: eso decían, en parte, las palabras cuando al fin las
comprendí. Hice silencio. Los dioses vienen una y otra vez, perturban un poco
la conciencia, mueven las fibras internas, jaquean el destino y se ríen de las
creencias y los teólogos. Los dioses, inmateriales entidades que se mueven
entre el tiempo aparente y los espacios perpetuos, están dentro y fuera de cada
vida humana, de cada respiro, de cada partícula universal. Dicen ahora que es
buen tiempo, que si estas voces llegan a lo profundo y son escuchadas es porque
un atisbo de posibilidad queda en el interior. Dicen que al atreverse a saltar,
la vida cambia; los planos aparecen sutiles cuando se transita el camino y, con
paciencia, se trasciende más allá de los tiempos. Las frases se repitieron tres
veces, cada vez con mayor claridad, y al final del último sonido la mudez
invadió mi ser.
Abrir los ojos,
solo pensaba con desesperación en abrir los ojos, pues las palabras me
perseguían como hormigas para alcanzar mi cuerpo. Desperté con fuerza y mi
mente voló en un instante a parsecs de distancia. No me moví, tal vez por el
choque de aquella revelación. Miré despacio las cosas del cuarto de hotel, las
lámparas asemejaban titilantes luceros en noche templada, las cortinas
filtraban el resplandor seco de una luz de neón y el aire parecía de otra
esencia. La noche seguía rumbo al Sur. Volví, volví de no sé dónde todavía
confundido, yerto, revuelto de creencias contrapuestas. Necesitaba un zahorí
para interpretar semejante destino y despejar las dudas. Pero estaba lejos, en
la campiña, en un hotel al costado de la ruta, en una noche que parecía
desolada, sin voces ni ladridos y ahora con mis creencias dadas vuelta. Sentí
el cuerpo pesado y un poco de náuseas, como si algo se desprendiera de las
tripas. Me pregunté si debía hacer algo y en un momento, como reflejo proveniente
de otro estado de conciencia, estaba alistando la mochila.
Afuera el céfiro
acariciaba las horas finales de la madrugada. Dejé atrás las luces del hotel y
caminé por la ruta hasta el amanecer. Un camionero me alcanzó hasta el pueblo,
cerca del mar. Todavía abrumado por el sueño, anduve sin rumbo y sin palabra;
al fin, más allá del mediodía, un sendero de grava emergió de algún lugar y por
allí avancé hasta los acantilados.
En pocos días
construí un aposento con maderas de árboles caídos en una protuberancia elevada
del terreno, cerca de las cuevas. El paisaje amplio, de hierba suave y
florestas intermitentes, era ideal para esperar a los dioses cuando bajaban a
sus conciliábulos. Desde allí tengo una excelente visibilidad y la pradera, las
cuevas y el mar son mis horizontes. Las palabras quedaron fijadas dentro de mí
y a veces las repetía inconscientemente mientras deambulaba por los acantilados
en busca de comida silvestre.
No hube de
esperar mucho tiempo para sentir la presencia de los dioses por primera vez.
Fue de noche. La luna estaba en creciente y el viento soplaba más que de
costumbre. Las olas rompían con fuerza y el ruido subía en bocanadas desde los
acantilados. Entonces un silencio rasgó el aire. En un claro de la meseta, muy
cerca de los acantilados, aparecieron unas formas cambiantes de luces tenues.
Las formas se unían y separaban, a veces eran decenas; otras, un gran cúmulo
luminoso, energía pura en movimiento constante. Su luminiscencia aumentaba o
disminuía sin razón aparente, o al menos yo no entendía esos cambios. Me
agazapé detrás de unos arbustos y miré el inusual espectáculo. Estos dioses, pensé,
no son como las figuras que aparecen en los libros ni los frescos que descansan
en los templos. Tampoco se parecen a las estatuas que pueblan lugares antiguos
en todo el mundo. Estos dioses son de luz, de energía, de fuerza, de una
esencia inmaterial y en constante evolución.
Mis pensamientos
buscaban recuerdos de otras épocas; miraban hacia atrás y comparaban
conocimientos que daba por sentados. Algo me decía que no era así. Empecé a
sospechar un intento de comunicación entre las presencias luminosas y algo
profundo dentro de mí, algo parecido a lo que me había pasado en el sueño
aquella noche de hotel, desequilibraba mi pensamiento y revolvía mis entrañas.
No había sonidos ni otras visiones, solo el encuentro de entidades que
parecían danzar cerca del acantilado y ese nexo sutil entre su presencia y mis
aprehensiones.
Esa noche los
dioses anduvieron por los acantilados, paseando de un lado a otro,
intercambiando en varios grupos. A veces parecían humanos, entonces podían verse
sus caras difuminadas de edad imprecisa, alargadas y limpias. De algún lugar
cercano un ladrido fuerte y seco retumbó en el aire, tal vez era del mastín de
la hacienda junto al camino. Presté atención a los murmullos de los dioses:
silencio. Pasó una hora y las presencias iban y venían entre ademanes y
movimientos. La luna continuaba en ascenso y el cielo dejaba ver unas pocas
nubes más allá de la costa.
En uno de los
grupos hubo silencio. La imagen alta de un ser luminoso se apartó de los demás
y avanzó hacia los arbustos. Cuando estuvo frente a mí, una poderosa oleada de
calor envolvió todo. Sin embargo, mi cuerpo temblaba sin control, y los ojos,
fijos en aquella iridiscencia, dejaron caer lágrimas interminables. Un
sentimiento que superaba mi juicio invadía ahora las fibras adormecidas de la
conciencia. Quise preguntar por la vida, por aquello que pasamos en el
transcurso existencial. La respuesta era el silencio de la imagen ondulante. En
ese silencio que observaba mi cuerpo percibí un atisbo de universo, apenas un
destello, una breve muestra de la infinitud y el sentido. Uno es todo y todo es
Uno; como una fina e imperceptible unión que, de alguna manera, interconecta
mundos y vidas, humanas y divinas, aquí y en todas partes, más allá de la
muerte; la energía en variadas expresiones; la divinidad y lo sublime tan cerca
del tacto...
Supe que la
imagen ondulante observaba mis perplejidades y sentí el cuerpo desde afuera.
Algo, que era yo y no lo era, avanzaba hacia el encuentro demiúrgico. Esa noche
el aposento quedó atrás y el mar, más allá de los acantilados, destiló las
últimas luces de una luna en creciente.
Como puedo contactarme con el autor Marco Ponce?
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