Consuelo Tomás Fitzgerald
Nació en 1957 en Bocas del Toro,
Panamá. Es poeta, narradora, comunicadora social. Ha ganado premios nacionales
de poesía, cuento, novela y teatro.
Invitada a una pluralidad de encuentros literarios en España, Macedonia, Centroamérica,
Alemania, Argentina, Cuba, Puerto Rico, México, Colombia, República Dominicana.
Parte de su obra ha sido publicada en
revistas nacionales e internacionales y traducida al inglés, francés, holandés,
sueco, alemán, rumano, ruso, portugués y macedonio y bengalí.
Ha publicado en poesía: Confieso estas
ternuras y estas rabias (1984); Las
preguntas indeseables (1985);
Apelaciones (1992);Motivos Generales
(1992) Agonía de la reina (1995);Libro de las propensiones (2000, 2002), Escrito en piedra (2014). En cuento: Cuentos Rotos (1992); Inauguración
de la fe (1995); Pa´na´ma quererte
(2007). En teatro: Evangelio según San Borges (2004) y
en novela:
Lágrima de dragón (2010, 2012).
También trabajó como editora de
revistas culturales y comunicadora social en proyectos de equidad de género,
juventud y rescate de patrimonio cultural inmaterial. Forma parte del equipo
organizador del Festival Internacional de poesía Ars Amandi Panamá y de la
Asociación Cultural AlterArte.
ladeldragon.blogspot.com
@latomasfitz
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Del libro Pa na ma quererte
2007,
edición de autor.
De
maestras y reinas (1)
Para Zuleika Primera
Fue una tarde de esas en
que el sol está de buen humor y le da por quedarse. Estaba yo sentada en un
restorán de la localidad, dando muerte un pai de manzana mientras leía El Lobo
estepario, cuando alcé la vista y la vi detenida frente a mí, silenciosa y
estoica. Una niña como de 8 años, absolutamente maquillada, peinada al modo de
las emperatrices y requetevestida como pastel de cumpleaños.
Al ver que me había
dignado abandonar Hesse y pai para ponerle atención, más sorprendida que
solícita, habló rápidamente, como si temiera que yo cortase el hilo de mi
mirada. Me pedía contribuir con su reinado, en una escuela con nombre de
República, supongo yo, de alguno de esos países que cobran existencia al
momento de nombrar nuestras escuelas. La niña me ofrecía una especie de
estampita que tenía su foto. Ella aparecía igualmente maquillada con una
diadema en la cabeza y una sonrisa que quería ser sexy pero que había salido
parecida a la mueca previa al llanto.
Por aquella estampita, yo
debía pagar "un balboa o lo que usted quiera contribuir para que yo pueda
ganar el reinado ". Tras la sorpresa inicial, lo primero que se me vino a
la cabeza, fue que una niña de tan pocos años no debía andar sola.
Efectivamente, tres personajes que ahora te describiré vigilaban a prudente
distancia a "Zuleika Primera", en su recolecta para hacerse con la
monarquía escolar. Miré a Zuleika y me dio la impresión de que sus ojos
incluían un ¡Socorro! de esos que uno ha visto en las imágenes de los
santos-mártires de las iglesias de paredes pobladas con este personal.
Estas tres custodias eran
unas doñas inmensas con cara de pocos amigos, (o amigas para ponerte lenguaje
inclusivo) por el estilo de Tremebunda la de Condorito. Una se abanicaba con un
pañuelo mascado de vaca, el collar de sudor que le brillaba en el pescuezo,
(era pescuezo, más que cuello). La otra gesticulaba con arabescos y fuetés un
bochinche que la tercera seguía con ojos muy abiertos (ojos como platos diría
el gran poeta Pedro Picapiedra) y las cejas arqueadas en la sorpresa. Volví a
mirar a la futura reina de la Escuela República de Nosequé. Solo por
experimentar con su angustia (acuérdate del libro que leía en ese momento) le
dije que no me interesaba contribuir. El rostro de la niña fue tierra
devastada. Miraba en dirección donde las tres gracias del subdesarrollo
esperaban impacientes, cada una en su actividad (pañuelo-bochinche-ojos
sorpresa).
El prospecto de soberana
insistió, esta vez con promesas: mucha diversión, tómbolas, juegos, comidas
deliciosas, un gran bingo y como premio de entrada, una gallina. Mientras la
niña prometía la diversión no vista a cambio de un escuálido balboa-dólar, las
tres gracias del subdesarrollo comenzaban a mostrar impaciencia y a disparar
miradas afiladas hacia nosotras. La niña no cejó en sus intentos. Con lo
recolectado en el reinado, se arreglarían las bancas de los salones, se
pondrían candados nuevos para que los ladrones no se llevaran los focos, se
arreglarían los baños que estaban tapados, los salarios caídos de los maestros
de la última huelga, se repararía el techo del salón de actos que tenía goteras
y cada vez que los de sexto quieren representar Los árboles mueren de pie para
la semana cultural, tienen que hacerlo vestidos con capote; mi contribución
también serviría para constituir el comedor, para los niños que no podían tener
desayuno en su casa. Las tres señoras de allá afuera, suponía yo maestras de la
niña, empezaban a dar muestras de enojo. Hacían gestos tales como: balanceos
continuos, miradas en contrapicada, palmadas en las caderas, torcidas de morro
y chupadas de diente (esto último no lo podía oír, pero me lo imaginaba).
Solo para ver hasta dónde
podía llegar la cosa, dije a la pobre Zuleika que le daba el dólar si me decía
quiénes eran las tres señoras que la acompañaban. A la reina en ciernes se le
iluminaron los ojos. La sonrisa infantil aminoró los terribles efectos de su
disfraz, mezcla de mujer fatal y Alicia en el país de Humpty-Dumpty. Su cuerpo
se aflojó un poco ante la posibilidad de salir triunfante en aquél trance,
sobre todo con semejante KaGeBé detrás.
Me contó que eran las
maestras de tercero, segundo y cuarto. La directora les había ordenado
acompañarla en su periplo pedigüeñero. No era conveniente que una niña
anduviera sola por ahí pidiendo plata con tanto peligro de hoy en día. Me contó
que se habían enojado mucho, porque a esas horas, las maestras en cuestión
aprovechaban para camaronear: venta de chance la una, venta de los bollos de
maíz que fabricaba el marido la segunda, y perros, leones y tigres de cerámica
para rifar la tercera. Inicialmente habían dicho que no acompañarían a Zuleika
Primera. Pero todas las maestras de la escuela República de Nosequé tenían que
acompañar a cada una de las contendientes en el reinado que se celebraría entre
papel crespón, papel plateado, terciopelo, mitones y vestidos largos, corbatas
de gatito y la radiocasetera de la directora. Los de cuarto habían preparado un
baile colombiano, los de quinto bailarían el torito guapo, en primer grado
había una niña que recitaba la poesía Patria de Ricardo Miró sin equivocarse
una sola línea, ni pelarse vergonzosamente. Todo un fenómeno.
En fin, todo estaba
preparado, ¿Cómo que estas maestras en particular no iban a acompañar a la
candidata con más posibilidades?. El asunto es que estaban disgustadas, y si
ella no salía con algo en la bolsa, tenía que aguantarse la retahíla de las
señoras sobre los reales que dejaban de ganar para completar el salario de
hambre por estar en esta tontería, invento de la señora directora que no tenía
nada que hacer, y todo porque ellas eran de la oposición.
Me contó que ella,
Zuleika Primera vivía por donde el diablo perdió el calzoncillo. Que su papá
había hecho turno de 72 horas seguidas como vigilante, para poder comprarle el
vestido. Que se había tenido que levantar a las 4 de la madrugada para que la
mamá la vistiera, la peinara, la maquillara y la llevara en bus hasta la
escuela, cuidando de agarrar puesto para que no la ajaran. Nadie le va a dar
plata a una reina ajada.
Después que Zuleika
primera me contó todo esto casi sin respirar y mirando hacia la esquina de las
tres gracias del subdesarrollo, yo no tuve argumentos para negarme a
contribuir. No solo le di dinero suficiente para acercarla a la corona, sino
que le prometí que asistiría a su proclamación.
Al momento de alejarse,
me di cuenta que Zuleika Primera cojeaba. Tenía en zapato izquierdo roto, a
pesar de lo cual, su andar no perdía un ápice de majestad.
Panamá, 1999
a………..b
Para la maestra Nina, donde esté
Todo el mundo le dijo a
Lisi que tenía el cuerpo y la cara que se necesitaba. Que fuera a hacer el
karting más rápido que ligero porque como medio Panamá quería entrar en el
revulú ese del concurso, tendría que competir con 200 más. Tanto le insistieron
que allá fue y efectivamente se encontró con una enorme fila formada por
muchachas de todos los tipos y colores con la cara pintada de ansiedad. Al
principio se sintió cohibida, pero al fin al cabo, se dijo, el no ya lo tengo.
Le midieron el busto, la
cintura, las caderas. Le miraron los dientes, la hicieron desnudarse para ver
si no tenía manchas, granos, quistes sebosos o lunares raros. Le prestaron un
bikini y la sometieron a una sesión de fotos en una playa pintada en cartón. Le
dijeron que si no tenía una carrera universitaria que se la inventara, porque
no se podía dar la imagen de "bella pero bruta" con que algunas
intelectuales feministas, seguramente lesbianas, feas y solteronas habían
querido darle plomo al asunto de los concursos de belleza. Le dijeron que si
clasificaba, no se preocupara por el vestuario y el maquillaje que ellos se lo
proporcionaban pero eso sí, apenas acabada la sesión de fotos o las filmaciones,
tendría que devolver hasta el aroma del perfume, y si se había caído algún
botón o descosido o manchado, tendría que pagarlo completito. Sobre todo, mucho
cuidadito con la regla, que para esas manchas aún no se ha inventado el
detergente.
Se fue a casa extenuada
después de 4 horas de esperar, 5 de maquillaje y 4 más de fotografía y cámara.
Se tiró en la cama y soñó verse en la pasarela de Acapulco, con una banda
cortando por la mitad de los senos, como un barco en el canal, con el título de
Miss. Panamá. Soñó verse caminando como caminan todas las modelos, formando una
x con las piernas, sonriendo, siempre sonriendo con los dientes congelados. Se
soñó en traje largo, en traje corto, esquiando en el mar, intercambiando fotos,
recibiendo regalos. Soñó también la envidia de sus vecinas de la barriada, de
sus compañeras de la oficina. Se soñó fuera de este aburrido destino que le
había tocado.
Finalmente este cuerpazo
que le había quitado la respiración a más de cuatro y parado en tráfico en
varias ocasiones, esta condición de "penco de hembra" le iba a servir
para algo más que el asedio sostenido de los pobres diablos de la oficina que
no eran capaces de invitarla a un buen restaurante y no pasaban de llevarla a
La Tablita a tomar coca cola y comer choripan.
Pasó los siguientes cinco
días entre la zozobra y los sueños recurrentes de felicidad instantánea. El
viernes por la noche, sonó el teléfono. Había clasificado. Brincaba y saltaba.
Su madre tomó la noticia con escepticismo. Sus hermanos a media burla. Solo sus
amigas, las de pactos y llantos compartidos se alegraron de su súbita entrada
al mundo del glamour. Si no ganaba, por lo menos entraría en la carrera para la
pasarela publicitaria. A lo mejor hasta podría entrar a trabajar en una
productora, o en la televisión como presentadora o modelo. A lo mejor se
casaría con un cantante, futbolista o actor famoso, como es la tendencia
actual.
Iba a renunciar al
trabajo, pero el buen sentido de su madre y sus hermanos le indicó que para
mayor seguridad, pidiera vacaciones. Se sometió a los entrenamientos, las
sesiones de masaje, las dietas rigurosas, las medidas en las modistas y
modistos. Se sometió a las giras para las filmaciones en locaciones que, como
su nombre lo indica, son la locura de los productores. Tuvo que vencer el miedo
a trepar árboles, pararse en medio de cascadas, agarrar serpientes con las
manos. Al genio creativo le dio por la cosa ecológica para las pobres misses,
algunas de las cuales hubo que maquillarles las alergias y curarles las
picaduras. Tuvo que aprender a montar bicicleta, patines, saltar soga. Y
ejercicio, y más ejercicio y coreografía y dieta. Tuvo que meterse en las aguas
frías del mar a las 6 de la mañana, (por aquello de la iluminación), para hacer
la famosa toma que en el Storyboard se señala como "muchacha saliendo
súbitamente del agua, plano medio, efecto cámara lenta". Después de varias
tomas, estuvo toda la mañana estornudando y el cabello le quedó como una
estopa. Le inventaron una biografía basada en las cosas que más odiaba en este
mundo: el karate, la lectura y las canciones de Julio Iglesias.
Extrañaba el arroz con
porotos de su mamá y la tranquilidad sin sobresaltos de su trabajo en la
oficina. Aparte de que las niñas lindas con las que compartía la carrera por la
corona, no eran tan simpáticas como se veían en televisión. Eran verdaderas
arpías dispuestas a ponerle zancadillas a su propia madre o dejar caer un tarro
de ácido para deformarle el rostro a cualquiera que se cruzara en su camino.
Algunas habían intentado enamorar al productor, coquetearle al fotógrafo, salir
con el director creativo, para asegurarse algunos puntos de más. Pero los
susodichos, aprovechaban el ofrecimiento y al día siguiente si te vi no me
acuerdo y que pase la siguiente. Lisi decidió no entrar en ese juego lo cual
reconocía era una desventaja. Pero era mejor ganar en buena lid. Si algo le
habían enseñado en su casa eran principios.
Ya estaban casi listas en
lo que respecta a la imagen. Ahora tenían que preocuparse por preparar las
respuestas a las preguntas que les harían, y que constituía un 25% del puntaje.
Lisi no era muy adelantada que digamos. No leía el periódico (no leía en
general) no veía las noticias y su trabajo no le exigía conocimientos
extravagantes de ninguna índole. En este punto, la compañía productora, en una
reunión muy breve, les dijo que esa parte no le correspondía a ellos y que cada
una tendría que ver cómo cubrirla. Que les podrían preguntar cualquier cosa.
Desde el nombre del escritor que había ganado el premio Nobel ese año, hasta
las causas del adelgazamiento de la capa de ozono. A Lisi se le ovilló el
pánico en el estómago. Todas sus posibilidades podrían verse truncadas por ese
mínimo detalle. ¿Por qué tenían que hacerles preguntas? Si, al fin al cabo,
este concurso no era para ganarse una cátedra en la Universidad del Mundo, sino
para representar a la belleza vernacular propia del crisol de razas, puente del
mundo, encrucijada de América, etc.
La tristeza se desparramó
por su semblante. La preocupación le dibujó una arruga en la frente. Sus amigas
le dijeron que contestara cualquier cosa que se le ocurriera. Pero su sentido
de la vergüenza le indicaba que esa no era la mejor salida. Faltaba una semana
para el espectáculo-concurso. Todo el país la vería contestar las preguntas y
ella sabía que lo que dijera, la marcaría para siempre. Su madre, que hasta ese
momento no había intervenido en el asunto, le sugirió ver a la maestra Eufemia
para ver en qué la podía ayudar. A Lisi no le gustó mucho la idea de tener que
visitar a diario a la maestra Eufemia, que ya estaba jubilada y medio sorda,
pero que se jactaba de que ningún esculapio que haya pasado por sus manos ha
sido un fracasado en la vida.
Haciendo un tremendo
esfuerzo, Lisi se fue a ver a la maestra Eufemia. La doña vivía sola con dos
gatos y tres pericos. Conservaba aún la biblioteca que en sus tiempos podía
haber sido algo envidiable. Libros amarillentos de pasta dura que seguramente
habían sido el festín de las polillas tiempo ha. Pero doña Eufemia se sentía
acompañada de esos libros, o lo que quedara de ellos, que le habían permitido
evitarle el fracaso a muchos de sus alumnos poco aventajados, con quienes se
sentaba en horas posteriores a las clases regulares, para explicarles con toda
la santa paciencia con que la naturaleza la había dotado, algebra y
matemáticas, a unos, español y ciencias a otros. Lo hacía de buena gana, sin
cobrar un centavo, porque Doña Eufemia era de esas personas que habían nacido
para enseñar. Se quejaba de esos poco aplicados que hacían horas extras con
ella que hoy eran Ministros o diputados, y que a pesar de sus cartas en las que
"con todo el respeto " solicitaba un aumento a su pobre jubilación de
maestra de primaria, ni se acordaban de ella.
Lisi llegó esa tarde, con su blue jean
apretado debajo del ombligo y su cara de "yacasisoyunareina" a la
casa de la maestra Eufemia. La maestra la recibió con una enorme sonrisa, y no
bien entró ya le tenía lista una chicha de nance que ella misma había
preparado. Lisi miró con asco el vaso y dijo no gracias, estoy a dieta. La
maestra Eufemia no podía entender cómo una muchacha tan flaca y con las tetas
tan grandes podía estar a dieta. Lisi explicó con muchos gestos en el aire y
muchos " usted sabe" y un "eniuey" que se le había pegado
de la maquilladora, la dimensión de su problema.
La maestra Eufemia, había
escuchado atentamente con su oído bueno. Miró largamente a Lisi. Le preguntó
por dónde quería empezar. Lisi no sabía. La maestra Eufemia, a pesar de ser
vieja y estar jubilada, tenía televisión por cable cortesía de un sobrino que
la quería mucho y recibía varias revistas de temas variados a través de las que
podía enterarse de asuntos de actualidad. Escuchaba radio de onda corta por lo
que se mantenía enterada de lo que ocurría en el mundo. Le propuso a Lisi
ordenar por temas. Lisi tendría que apuntar algunas cosas para poderlas
memorizar en casa, antes de dormir.
Los cinco días que
siguieron antes del espectáculo, fueron de felicidad para la maestra Eufemia y
de agonía para Lisi. La maestra ordenaba, clasificaba, explicaba, iba de un
lado para otro de su biblioteca desempolvando enciclopedias. Sacaba recortes de
periódicos y de revistas, hacía que Lisi repitiera en voz alta las causas de la
erosión del suelo, de la extinción de los rinocerontes, las formas de
comunicación de los murciélagos y los delfines, el título del último libro
escrito por Jorge Luis Borges, las necesidades más apremiantes del mundo en
desarrollo, los últimos versos del poema del Mio Cid.
Lisi estaba mareada. El
día del espectáculo-concurso, mientras la peinaban, maquillaban, y recordaban
su posición en la coreografía conjunta con las indias Kunas, trataba de
rescatar una por una las tardes con la maestra Eufemia y el festival de
conocimientos nuevos que había adquirido. Tantas cosas había sabido del mundo
en esos pocos días, que empezaba a dudar de la utilidad de los concursos de
belleza ante el drama de un planeta que se iba consumiendo entre basura
plástica, lluvia ácida, aguas contaminadas y mares llenos de peces muertos.
La maestra Eufemia había
logrado que su sobrino la acompañara al espectáculo con los boletos que Lisi le
había regalado agradecida por su ayuda. Ese día, la maestra Eufemia, después de
muchos años, fue al salón de belleza, y se compró un vestido nuevo.
Las veces que Lisi
apareció luminosa en sus vestidos de noche, sus zapatos de escalera, sus trajes
de baño Dior, la maestra Eufemia aplaudía y comentaba a su sobrino con una
sonrisa pringada de orgullo, "esa es mi alumna".
Pero al igual que el
amor, la vida no perdona los retos tardíos. Lisi logró clasificar hasta el
final. Pasó bien todas las pruebas, no se equivocó en las coreografías,
fotografió como ninguna. Pero a la hora de la hora, todo se le había olvidado.
Ante la pregunta seleccionada por el jurado: ¿Sabe usted quién es Ortega y
Gasset? mientras la maestra Eufemia contestaba mentalmente en la absoluta
seguridad de que Lisi saldría airosa de la prueba, la aspirante a la corona
nacional susurraba con sensualidad y una clásica sonrisa de anuncio para pasta
dentífrica, algo sobre dos médicos famosos que habían descubierto una vacuna.
La maestra Eufemia, sin
decidir entre el estupor o el espanto, creyó escuchar con su oído dañado y
gracias al silencio que abrió sus alas en el auditorio, el estruendo de una
corona que cae, cae, cae, irremediablemente hasta el fondo del fracaso, en el
centro del ridículo, en el lodo de la decepción.
Panamá, 1999.
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