Rosa María Britton
Nació en Panamá en 1936. Es doctora en Medicina y Cirugía.
Novelista, cuentista y dramaturga.
Ha obtenido los siguientes premio: En cuento en el “Concurso
Literario Fulbright”, San José, Costa Rica en 1985; en teatro, en “Juegos Florales México,
Centro América, el Caribe y Panamá”, Quetzaltenango, Guatemala, 1994 y como novelista cuentista y dramaturga, el
“Concurso Literario Ricardo Miró”.
Ha publicado numerosas obras. Las mas recientes: “No pertenezco a este siglo” (novela, 1992),
“Semana de la mujer y otras calamidades”
(cuento, 1995), “Todas íbamos a ser
reinas” (novela, 1997), “La nariz
invisible y otros cuentos” (2000),
“Laberintos de orgullo” (novela, 2003), “Suspiros
de fantasmas” (novela, 2005), “Historias
de mujeres tristes” (novela, 2011), entre otros.
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Antología Escenarios y Provocaciones
Mujeres
cuentistas de Panamá y México: 1980-2014.
Antólogas: Carolina
Fonseca y Mónica Lavín
Foro/taller Sagitario, Ediciones, 2014.
Selección del libro “La muerte tiene dos caras”, Panamá, INAC, 1982.
El jardín de Fuyang
La construcción del Ferrocarril de Panamá, a mediados del siglo
pasado -verdadera odisea-, ha sido sinónimo de una gran pérdida
de
vidas humanas.
Dr. Luis A. Picard-Ami
REVISTA LOTERÍA. Julio de 1979
Ling-Wan sonrió, al notar que la luna colgaba gorda y perezosa
de un cielo sin nubes. Satisfecho, se frotó las manos, sabía que había llegado
el momento que tanto había anhelado. El jardín brillaba, cada gota de rocío un diamante
adornando hojas y pétalos y el ruiseñor ensayaba unos trinos esperando la
respuesta de su compañera.
A lo lejos se escuchaba el rumor de la cítara de la hermosa
Kam-Loo, la concubina más joven del señor de Fuyang. Ling Wan se la imaginó
reclinada en un diván de seda del color del arroz maduro, las manos delicadas y
pálidas de uñas largas color sangre, que arrancaban sonidos al instrumento que
hacían enmudecer de envidia al viento. La había visto de cerca una vez
solamente, cuando el señor llegó después de un largo viaje y ella, indiscreta, había
salido al jardín a recibirlo, lo que le valió una mirada airada del mayordomo
encargado de recibimientos y despedidas. Pero a Kam-Loo no le había importado y
con sus brazos sedosos aprisionó el cuello del señor, brindándole su frente,
para despecho del mayordomo que no podía tolerar cambios de protocolo.
Ling-Wan nunca olvidó aquellos brazos, ni los labios sonrosados
de la dueña. Aún se deleitaba explorando en su memoria cada curva de aquel
rostro que le pareció casi celestial.
La habían traído de muy lejos, de un lugar más allá de la
montaña en el centro del mundo, como regalo al gran señor de Fuyang, y desde
entonces, él se había prendado de la hermosura de la doncella que pulsaba la
cítara y cantaba hasta hacer callar a los ruiseñores. Por una de las sirvientas
del palacio, Ling-Wan se había enterado de que las otras damas de la corte,
celosas, habían tratado de indisponer a Kam-Loo con el señor, pero él la amaba
como la más hermosa de sus posesiones y se había negado a escuchar a las
quejosas.
En la corte del señor de Fuyang la hermosa Kam-Loo tenía el
lugar de honor. Su palanquín estaba decorado con los colores favoritos del
señor: verde jade sobre oro. Cuando el señor regresaba de sus viajes a
Shanghai, o a la ciudad sagrada, la colmaba de regalos, enormes paquetes
envueltos con papel de arroz multicolor que Kam-Loo abría con deleite, cuidando
de no rasgar las flores pintadas y las decoraciones que cubrían los presentes.
Por mucho tiempo Ling-Wan había guardado cerca de su pecho un fragmento de
papel que la dama Kam-Loo había dejado caer en el jardín. No decía mucho, solo
unos cuantos caracteres que él no podía leer, pero se imaginó que eran palabras
de algún poema, o quizás alguna canción de amor, de las que ella cantaba las noches
de luna llena, tan importantes para Ling-Wan.
Con pasos rápidos se encaminó hasta el final del jardín, notando
con placer que los azahares abrían sus corolas brindando su perfume a la dueña
de la noche.
Su padre lo esperaba, vestido con el uniforme que sólo sacaba en
las grandes ocasiones. Hasta ayer había estado muy enfermo, y aún se veía
cansado, el aire parecía huir de sus pulmones y por unos momentos, al notar lo
erecto de su postura, Ling-Wan temió que el viejo hubiera cambiado de parecer e
iba a hacer el trabajo personalmente. El verde brillante de su chaqueta de
brocado hacía resaltar aún más la palidez de su rostro. El sudor pegaba sus
ralos cabellos al bonete, adornado con las insignias de su cargo. Su madre sonrió
al verlo llegar y le brindó el recipiente lleno de agua perfumada para que se enjuagara
las manos antes de saludar al viejo. Ling-Wan se inclinó delante de él y sintió
sobre su frente el aletear de manos temblorosas que colocaban sobre su cabeza
el bonete que nunca imaginó tan pesado. Con gran esfuerzo el viejo se fue a
sentar en su sillón de mimbre. El latido orgulloso brincó en el pecho de Ling-Wan
y amenazó con ahogarlo. Tuvo que arrodillarse frente al padre, que ahora
parecía estar dormido; la barba de tenues hilos plateados reposaba sobre su
pecho, ya calmada la tempestad.
—Ve, hijo mío: ha llegado el momento. Ya sabes lo que tienes que
hacer y no puedes fallar- dijo con voz débil.
-Recuerda bien todo lo que te he enseñado y honra a tus antepasados.
Mi padre y el suyo antes que yo, escogieron esta honorable profesión y por
muchas lunas los jardines de Fuyang han estado a cargo de nuestra familia. Te
he enseñado a conocer cada rosal, cada naranjo y todas las plantas que aquí
crecen. Es tu deber cuidar de ellas hasta que tus hijos se encarguen del
trabajo, cuando el peso de los años te esté agobiando como a mí ahora. Hoy es
noche de luna llena y ya sabes lo que tienes que hacer.
La madre les sirvió el aromático té que bebieron en silencio,
como lo hacían en las ceremonias solemnes en la pagoda y después de terminar,
entonó la oración de las lluvias, le peinó la coleta y acomodó nuevamente el
bonete sobre su cabeza.
Vencida la pereza, la luna triunfante se elevó hasta tocar el
techo del mundo. Ling-Wan salió al jardín en busca de los rosales azules, que
el señor de Fuyang había mandado a plantar el mismo día que llegó Kam-Loo al
palacio. En el cobertizo encontró las tijeras de plata y comenzó la tarea de
cortar cada uno de los botones, exactamente como su padre le había enseñado.
—¡Cuidado con el ángulo! No las cortes muy cerca del tallo. Lo
tienes que hacer en noche de luna llena o la planta se muere de pesar.
Le parecía escuchar la voz recalcando instrucciones tantas veces
repetidas. Lo había ayudado desde niño; hacía tiempo que las fuerzas del viejo
estaban decayendo poco a poco. Fue colocando las rosas en la inmensa canasta, teniendo
mucho cuidado de no estropearlas. Pero antes, con las tijeras recortó cada
espina, por si acaso a alguna de las damas le daba por tocarles no fueran a
puyarse un delicado dedo.
Había llegado el momento: Por primera vez en todos sus años le
tocaba entrar en el palacio, en el ala destinada al señor y sus concubinas.
Allí, en cada rincón había un jarrón esperando su aromática carga. El mayordomo
lo esperaba solemnemente en la puerta del jardín para acompañarlo en su tarea.
Su padre y su abuelo antes que él, habían estado a cargo del protocolo del
palacio y se entretuvo unos minutos en sermonear a Ling-Wan sobre la
importancia de su nuevo cargo. Se trataba de un sujeto algo pomposo, pero
Ling-Wan impresionado, escuchó sus palabras con reverencia.
—¿Te das cuenta de la responsabilidad que tienes, muchacho? -le
dijo deteniéndose en la entrada. -¿Ves este jarrón azul? Tiene más de treinta
mil lunas de adornar este rincón. Ni cien como tú valen la mitad de lo que cuesta
esa porcelana. Te cuento estas cosas para que tengas mucho cuidado al tocarlo.
Necesitas tener dedos como alas de mariposa. En cincuenta años, tu padre
Ling-Yung, el jardinero mayor de Fuyang, jamás empañó una porcelana.
Tienes que aprender a ser como él y quizás algún día merezcas el
bonete que hoy adorna tu cabeza.
Trémulo de emoción, Ling-Wan se inclinó aún más frente al
mayordomo: estaba dispuesto a cumplir. Recogió la canasta que había depositado
en el umbral del Palacio de los Sueños Placenteros y entró siguiendo los pasos recortados
y dignos del mayordomo, que con su bastón de mando de empuñadura de jade y oro
le indicaba los lugares en donde tenía que colocar su carga. Ling-Yung le había
repetido mil veces sus deberes.
—Tres rosas en el jarrón verde como las hojas del té.
Cinco en el azul, color del cielo en días de tormenta. Nueve exactamente
en el grandote color rubí que tiene en la base un tigre con ojos de esmeraldas.
No te equivoques en ese, porque es el favorito del señor y su número mágico es
el nueve. Pero si son crisantemos o peonías, es mejor que pongas once,
adornados con hojas de mirto.
Rosas azules en las noches de luna, azahares en los días frescos
de primavera, crisantemos amarillos y blancos, cultivados en invierno en los
grandes cobertizos cubiertos de paja, para resguardarlos de la brisa que
congelaba el aliento.
En el gran salón, el mayordomo lo obligó a bajar los ojos al
suelo y caminar encorvado, para desviar su mirada de las bellas concubinas que
retozaban o descansaban envueltas en sedas mientras las esclavas peinaban y
tejían las sedosas trenzas decoradas con flores de seda y enormes peinetas de
perlas y jade. Ling-Wan se estremeció de asombro al ver de cerca los pies
delicados cubiertos por babuchas bordadas con hilos multicolores. ¡Nunca había imaginado
nada igual! Las únicas mujeres que conocía, su madre y las sirvientas, usaban
toscos zapatos de madera en el jardín o las negras chinelas cuando iban al
palacio a trabajar. En el centro del salón burbujeaba la fuente de
agua cristalina y sobre dos mesas de ónix reposaban los magníficos
jarrones idénticos, regalos del Emperador Song a un mandarín de la ciudad
sagrada, cuando el mundo era joven hacía muchos inviernos. Un antepasado del
señor los había traído a Fuyang como trofeo de guerra y desde entonces estaban
juntos en el centro del gran salón. La perfección de sus formas se reflejaba
sobre las aguas del estanque.
Ling-Wan colocó nueve rosas en cada uno, adornándolas con hojas
de mirto y algunos helechos. Sus dedos se movían con delicadeza sin atreverse a
tocar la porcelana que brillaba suavemente con tonos verdosos y azules. Fue entonces
cuando la dama Kam-Loo se arrodilló a su lado y acarició cada una de las rosas.
El jardinero comprendió que como ella, las flores azules habían sido traídas a
Fuyang de un lugar más allá de la montaña del centro del mundo.
Sus ojos se prendaron del cutis de alabastro y sintió en sus manos
el calor de lágrimas que corrían de los ojos de la doncella. Sus sentidos
captaron el suave perfume a sándalo, las pequeñas orejas adornadas por largos
pendientes que colgaban perezosos hasta llegar hasta los hombros, el pelo enroscado
sobre la cabeza en una inmensa trenza del color de azabache adornada con flores
y peinetas laqueadas. Con un gesto autoritario el mayordomo le tocó la espalda
con su largo bastón para que se apurara, pero Ling-Wan había perdido el corazón
para siempre.
Desde ese momento no vivió más que para esperar las noches de
luna, cuando recortaba las rosas azules para la dama Kam-Loo. Aprendió a
buscarla en la reflexión del piso del gran salón, cuando llegaba encorvado con
su carga.
Recorría los jardines cuidando de sus flores, con el oído atento
a la cítara que a lo lejos desgranaba sus tristezas. Ese invierno, el señor de
Fuyang se ausentó por muchos días y las sirvientas del palacio le contaron que
se había marchado
a la ciudad celestial a visitar al Emperador. La cítara permaneció
muda y Ling-Wan se angustiaba sin atreverse a preguntarle a nadie por la dama
Kam-Loo. Llegó la luna gorda y ansioso, cortó las rosas azules. Llenó los
jarrones uno a uno hasta llegar al gran salón. Por mucho que se esforzaba no
logró ver la reflexión de la túnica verde y oro en el estanque colmado de peces
transparentes y fue entonces cuando ocurrió la desgracia.
(…)
El dolor lacerante interrumpió la visión y a pesar de que se
esforzó, el sueño rehuyó sus pupilas. Mister Dolan volvió a patearle las
costillas y Ling-Wan se volteó bocarriba para indicar que había entendido. La
lluvia inclemente seguía golpeando el techo de penca e imaginó el camino de lodo
que lo esperaba a cada lado de la vía de hierro. Ya todos se habían levantado y
enrollaban los petates, apoyándolos para que no se llenaran de humedad y
alacranes. En el bolsillo de su pijama azul guardó con cuidado la pipa que aún sujetaba
entre los dedos al despertar. Volvió a trenzar la coleta que colgaba al
descuido sobre su espalda y extrañó los dedos hábiles de su madre. La mañana
comenzaba en silencio, como siempre. Ya ninguno tenía más recuerdos ni mentiras
que contar. En la larga travesía desde Swatow hacinados en el fondo del barco
que se mecía como un dragón endemoniado, para distraer el miedo habían hablado de
todo. Días interminables, el olor a podredumbre y muerte siempre presente en
las bodegas del Sea Witch; se acostumbraron a no mirar a los enfermos,
sus oídos se cerraron a los quejidos de inválidos y moribundos y se olvidaron
hasta de rezarle a sus dioses.
Ling-Wan se tragó el té y el pedazo de galleta dura en silencio
y marchó en la fila con los otros fantasmas azules hasta el claro que habían
robado a la selva. La voz de los pájaros se le antojó metálica y añoró aquellos
otros de dulce trinar que había dejado atrás en un mundo al que jamás regresaría.
Recogió el mazo y sin titubear comenzó a clavar las escarpias sobre los
travesaños de madera, mientras una nube de mosquitos zumbaba alrededor de sus
oídos con su mensaje de vaga amenaza. Mister Dolan los contemplaba, refugiado
bajo un paraguas negro y Ling-Wan adivinó en su gesto el desprecio que sentía
por todos ellos. Con un suspiro siguió trabajando, con la esperanza puesta en
la noche, cuando nuevamente se liberaría de las cadenas que colgaban invisibles
de su cuello. Tenía los pies hinchados y la boca con el sabor amargo que deja
el jugo de la amapola, pero valía la pena una noche de sueños lejos de este
lugar infernal poblado de hombres rojos, culebras y la presencia omnipotente de
Mister Dolan.
Las manos le ardían y los oídos le zumbaban por el constante
martilleo, pero seguía trabajando, sin importarle la lluvia pertinaz que bañaba
su cuerpo a pesar del amplio sombrero de paja que cubría su cabeza. Cada día
que pasaba quedaban menos, muchos habían sucumbido al calor de fiebres
perniciosas o mordidos de víbora. Otros habían escogido las aguas turbulentas
del río como camino hacia la liberación.
Ling-Wan envidiaba el valor que a él le faltaba. Llegó la
oscuridad de la noche con su repiqueteo de ranas y la lluvia incesante,
obstinada en destruir el trabajo del día.
Regresaron al campamento marchando en una fila silenciosa, hostigados
por los gritos de Mister Dolan. Comieron cualquier cosa y luego, fueron a
colocarse en la entrada de la tienda del amo y uno a uno fueron recibiendo el
premio por sus esfuerzos del día. Ling-Wan colocó la pegajosa bola con cuidado
en la pipa, recostado en el petate la encendió y se preparó para ser feliz,
aunque fuese por unas cortas horas.
—¡Maldita sea, Bill! ¡John Stephens está loco! Esos macacos no
van a trabajar si no les damos su ración de opio todas las noches. ¿Qué sabe la Junta Directiva lo
que está pasando en este istmo infame? Con la lluvia y los mosquitos es para
volver loco a cualquiera y más a esta gente que no puede, ni quiere hablar con
nadie. Yo sé que trabajan todo el día con la esperanza de que llegue la noche.
Son todos unos viciosos, pero no puede usted negar que son
buenos peones y con mi supervisión están haciendo el trabajo muy bien. Si
seguimos como vamos, el ferrocarril podrá ser inaugurado en pocos meses. Ya
vamos llegando
a Cocolí, solamente quiero que me den unos cuantos meses más y
te aseguro que les termino el trabajo y después pueden hacer lo que les venga
en gana con los coolies. Ellos se están eliminando poco a poco. Entre
los que se cuelgan o ahorcan, los picados de culebra y las fiebres perniciosas,
ya quedan menos de los que llegaron al principio. Mis contactos me han
informado que no hay manera de sacar más gente de China, porque los costeros
británicos que patrullan el área detienen los barcos cargados de braceros y los
regresan al puerto. Así le pasó al Sea Witch que fue el barco que nos
trajo estos chinos la primera vez. El asunto ha llegado hasta Washington, por
el problema que hay con los coolies que trabajan en la construcción de
los ferrocarriles en California y otros estados. Se aduce que muchos de estos
infelices han sido traídos a América en contra de su voluntad o engañados. Yo,
por mi parte, les hago firmar un contrato cuando llegan, que les explica
clarito Chang-Ho, el cocinero del campamento, que es el único que entiende algo
de inglés. No es mi culpa que se gasten casi todo el salario en comida y opio.
No quiero problemas con los políticos de Washington que no tienen la menor idea
de lo que es construir un ferrocarril en medio de la selva. ¡Maldita sea, Bill!
No podemos permitir que ahora que estamos terminando el trabajo, unos imbéciles
interfieran en el asunto..
(…)
Llega la noche con sus chirridos amenazantes, y la fila de
hombres silenciosos estacionados frente a la tienda del capataz escucha las
palabras del cocinero Chang-Ho que anuncia que ni esta noche ni nunca más,
podrán disfrutar del jugo de la adormidera. Así lo han decidido los amos blancos,
por su bien, tienen que abandonar el vicio, por su bien..
Los petates reciben cuerpos cansados y temerosos de enfrentarse con
sus fantasmas. Algunos se entretienen jugando al Fan-tan a la luz de la hoguera
del campamento. En la oscuridad, Ling-Wan escucha las palabras de su compañero
que le cuenta una vez más de su juventud en Cantón y de la familia que allá
está esperando que regrese cargado de riquezas de América. A él lo contrataron
con la promesa de llevarlo hasta San Francisco en donde tiene unos parientes
lejanos y nunca supo cómo fue a dar al Istmo. Nada de particular en el asunto: la
historia de muchos. Estertores de angustia sacuden el ambiente y Ling-Wan en
vano rebusca en su memoria el aroma del jardín de Fuyang. Sólo encuentra el
ácido olor a basura y excremento de las callejuelas de Cantón y ve los ojos
hinchados de su madre de tanto coser, al padre sentado en su sillón de
inválido, el hambre de sus hermanos y todo aquello de lo que había tratado de
escapar el día que firmó el contrato en el puerto para ir al otro lado del
mundo en busca de liberación.
Ahora, está condenado sin remedio a este infierno verde que lo
devora todo con su eterna humedad y la malicia de sus habitantes, los hombres
de cabellos de fuego que los maltratan y desprecian. ¡Menos mal que ahora están
lejos en otro campamento! Trata de encontrar descanso, pero su cuerpo se niega
a conciliar el sueño; tiembla, cubierto de un sudor frío, y cada músculo se
contrae, independiente de su voluntad, y piensa en las aguas del río, profundas
y misteriosas.
(…)
—¡Coronel Totten, corra, corra, venga a ver lo que está pasando!
Los chinos se han vuelto locos. Se están matando todos, señor, ¡corra! Yo solo
no puedo sujetarlos. Se cuelgan de los árboles con sus propias trenzas, se
tiran contra estacas y machetes y allá en el río hay un montón tratando de
ahogarse, se tiran con piedras amarradas al cuerpo. Se lo advertí hace días, no
se puede parar la droga de repente a los viciosos, no se puede. Venga usted
rápido para que me ayude a descolgar a los pocos que quedan con vida. Tengo la
plataforma lista para rodar hasta el campamento. Hace días que presentía que
algo malo iba a suceder, desde que el comisariato dejó de mandar el opio. Ayer
los chinos casi no trabajaron y no había forma de obligarlos y ahora esto, ¡esto!
Apúrese, Coronel, a ver si podemos salvar a unos cuantos. Ya hay más de
doscientos muertos. Ahora sí que no vamos a terminar este trabajo a tiempo.
¡Maldita sea!
(…)
El pavorreal despliega su plumaje multicolor y Ling- Wan se
aparta del camino para dejarlo pasar. Su canasta está colmada de azucenas y
hortensias y se siente satisfecho.
En el palacio recorre los salones, repartiendo su carga con maestría.
En su bonete relucen las insignias de su cargo, ha aprendido a mantener los
ojos bajos sin doblar la espalda. Mientras más flores saca de su canasta,
aparecen más y rellena los jarrones una y otra vez hasta inundar el Palacio de
los Sueños Placenteros con el aroma que exhalan las flores. En el gran salón,
las damas lo reciben con un discreto aletear de sonrisas y al lado del estanque
encuentra intactos los sagrados jarrones Song. Se siente feliz de saber que la
desgracia realmente no ocurrió y con dedos suaves como mariposas los adorna con
las flores que parecen multiplicarse. La dama Kam-Loo se acerca, arrastrando la
túnica verde y oro. Sus labios dibujan la sonrisa exquisita que premia sus
esfuerzos.
a…….b
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