Gloria Guardia


(Panamá, 1940). Novelista, Ensayista y Académica de la Lengua (Panamá, Colombia, España y Nicaragua), traducida al inglés, ruso, francés, italiano y macedonio). Egresada de Vassar College, Columbia University y la Universidad Complutense de Madrid. 
Ganadora del Premio Nacional de Novela y Ensayo “Ricardo Miró” (1966); del Centroamericano de Novela (1976), de Nacional de Cuento “Ciudad de Bogotá (1996), ‘Ciudadana del Siglo’ de la Orden Rubén Darío (Nicaragua, 2000); Premio Nacional de Ensayo (CENAL, Venezuela, 2007.
Corresponsal centroamericana de la Agencia Latinoamericana (ALA) y en Panamá de la cadena ABC News, de Estados Unidos (1983.1990). 
Vicepresidente de la sociedad mundial de escritores PEN Internacional (2007 a la fecha).
 Autora, entre varias obras de novela y ensayo, de la trilogía de novelas Maramargo (El último juego, Lobos al anochecer y El jardín de las cenizas (Alfaguara, 2017, 2010, 2014), de los libros de cuentos Carta apócrifas, La carta y Todas ellas (Bogotá, 2007) y de los tomos de ensayo El pensamiento poético de Pablo Antonio Cuadra (Gredos, Madrid, 1971), Rogelio Sinán a la luz de las nuevas propuestas críticas sobre narrativa Latinoamericana) (Fundación Ayacucho, Caracas, 2007).

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SOFIÍTA-MI-HERMANA


En efecto, don Efraín, soy Elisita, la Elisita María del Carmen Londoño Menéndez para servirle a Dios y a usted, primogénita de don Jesús Londoño y de la niña Estebanita Menéndez, del barrio de san Rafael, ajá, así es, ahí se mudaron el día mismo que los casara el padre Ceferino del Carmen, el 15 de agosto del diez, a unos pocos meses de que estallara la revolución en la Costa Atlántica y cuidadito, cuidadito con repetir mal el cuento porque, de otra forma, mi mamita, la pobre (que Dios la tenga en Su gloria), resultaría embarazada antes de tiempo porque yo, ya ve usted, yo aparecí en este mundo, hice mi entrada triunfal, el 23 de mayo del once, con la precisión de un cronómetro, o sea, justo, cabal, a los nueve meses y ocho días de consumado el sacramento del matrimonio, y usted, que la conoció, que tuvo el gusto de tener trato con mi mamita cuando ella era todavía doncella, es testigo ocular de que cuando casó iba entera y es que mi mamita, ¿hacer travesuras antes de tiempo?, jamás y menos contra la puerta, ni debajo de la cama, ni detrás de la Iglesia, pero en fin, ¡que zopenca!, figúrese, ponerme a hablar de esas cosas, don Efraín, cuando usted la conoció mejor que nadie en el mundo, salvo papá, claro está, y si hemos venido aquí, en efecto, si nos hemos citado usted y yo no es para hablar de mamá, sino para que me cuente de Sofiíta-mi-hermana, eso es, para que me ponga al día de las últimas de ella y también de los suyos, porque hace tantísimo tiempo, la eternidad de tres años y dos meses y siete días, que nada sabemos de ese espíritu de selección que es mi hermana, o sea, que desde el día preciso cuando ella contrajo nupcias con José María, alias, Chemita, el único hijo suyo, mi amigo, desde entonces, ella se nos esfumó, se nos borró por completo del mapa, aunque mis padres, qué va, ellos tan persistentes, tan tercos, hasta anteayer, nada más, hasta ayer, me mandaban todos los días a pasar y volver a pasar por la acera, “a ver, Elisita, si por casualidad hoy te topas con alguna señal de la niña", y a mí se me ha apagado el sol en la cabeza, de tanto ir y venir, y he persistido aun después de que mi mamita, la pobre, amaneció muerta de pura tristeza, de tanto llorar y llorar, sí, señor, tal como lo oye, llegó el día cuando a mi mamita se le secó el corazón, sin embargo y que conste, don Efraín, esto, de nuestros labios, no ha salido jamás, eso es, óigalo bien, de nosotros jamás ha salido una indiscreción, ni un reproche, tampoco, y además, ¿para qué?, si conocemos muy bien a las partes y hemos aceptado este silencio de ustedes con la resignación que nos inculca la Iglesia y, créalo o no, como gente sencilla y recta que somos, también alimentamos todavía la idea, presuponemos más bien, que alguna razón poderosa debe existir para que se haya formado esta densa cortina de humo, si no, ¿a santo de qué?, dígame, ¿a qué viene tanto misterio?, cuando la amistad que priva entre unos y otros data de años y además Sofiíta a usted, don Efraín, lo ama con verdadera locura, lo adora, lo venera, lo admira y respeta con tal reverencia que eso es Vox populi, Vox Dei, tal como suele decirnos el cura cuando quiere afirmar la veracidad de lo dicho en el púlpito y ella mismita se encargó de atestarlo, ¿recuerda cómo únicamente platicaba de usted, cuando apenas regresó graduada del Coloso del Norte?, que si don Efraín para acá, que si don Efraín para allá, se llenaba la pobrecita la boca con el nombre suyo, mi amigo, recordando a todo tiempo y momento los ratos cuando usted la llevaba, aun en domingo, a pasear en tranvía por la St. Charles Street, de New Orleans y, luego, cuando se bajaban los dos y usted le compraba helados de varios sabores y esto, ya ve, esto y muchas cosas más, ella jamás lo olvidó y me lo repetía y repetía hasta que un día, figúrese, llegué a imaginarme, a hacerme a la idea, más bien, de que yo andaba por esa ciudad con ustedes, así, muy campante, de abriguito de seda cruda, sombrerito de plumas, zapatos de charol negro, espejuelos oscuros, tal cual, igualita, a mi personaje favorito, la que sale el domingo en los diarios, esa tan linda que apodan "Cuquita" pero, claro, no hablamos de mí, ni de Cuquita, tampoco, menos aún, de los helados aquellos, sino de Sofiíta-mi-hermana, quien es tan detallista al hablar y redactar que, durante los cinco años que duró su estancia en los Estados Unidos, ella nos hizo revivir cada instante de su experiencia en el Norte, al punto de que hubo ocasiones en que la familia entera se sintió transportada allá, a las veladas nocturnas de los Rodríguez-Zurita, donde usted tocaba el piano y Sofiíta-mi- hermana, con esa guzla de oro que Dios le puso en la garganta al nacer, se pasaba la noche, canta- que- te- canta, el repertorio variado, el repertorio completo que le enseñaban, entonces, las Ursulinas a sus alumnas de música y, pensar que cuando Sofiíta se sentaba a escribirnos aquellas misivas tenía que ser justo antes de acostarse, es más, si lo hacía era por puro amor a nosotros, porque, ¿qué ganaba ella?, dígame usted, ¿qué se echaba al bolsillo?, al escribirnos aquellos pliegos y pliegos donde nos refería, siempre humildísima, las noches inolvidables que ella pasaba en compañía de usted y de otros en la pensión de los Rodríguez-Zurita, y debo confesarle que nuestro agradecimiento era todavía mayor porque adivinábamos lo que ella nunca decía: que ustedes andaban enloquecidos, fascinados, encantados, embelesados, prendados, en masa, con ese pájaro- en flor- que es mi hermana, porque, concédalo, amigo, conocerla es adorarla, ¿no es cierto?, es caer rendido ante sus encantos innatos, esos que hacen de su cuerpo y espíritu algo tan frágil, tan bello, tan puro como los de la Virgen María, por eso, le cuento, don Efraín, cuando papá me dijo, "Elisita, a partir de hoy, hay que sacarte del colegio privado porque es preciso mandar a Sofiíta a estudiar canto donde las Ursulinas y con mi sueldo no alcanza", yo me puse a llorar, tal como lo oye, a llorar a moco tendido toda la noche, pero no, no, no me vaya a interpretar usted mal, porque yo es que yo lloraba, pues sí, lloraba de dicha, de solo pensar y soñar que Sofiíta-mi-hermana, desde ese momento sería el linaje, la gloria, los laureles de la familia Londoño y, así, no tuve regocijo más grande, ni vea, ni cuando mi novio me besó, chupó la miel de mis labios por primera y última vez, ni siquiera en esos momentos caí yo presa de tal alborozo, como cuando fuimos en tren hasta el puerto a embarcar a Sofiíta-mi hermana en el Santa Teresa, de la Grace Line, y papá se la recomendó al capitán, un señor muy bien parecido, por cierto, de largos bigotes castaños y sonrisa a lo Fairbanks, en La marca del zorro, y este señor, le cuento, fue mucho más que una seda con Sofiíta-mi-hermana durante la travesía, la sentó en su mesa, le enseño a jugar "Damas Chinas" y, para colmo, la llevó en taxi, ¡figúrese qué caballero!, nada menos que en taxi, a la mismísima puerta de la pensión de los Rodríguez-Zurita, donde usted la trató, don Efraín, y por eso, ¿a qué viene repetir esa parte del cuento?, si usted la vivió, tal cual, y se la sabe al dedillo, mejor aun que nosotros que teníamos que contentarnos con aquellas cartas, escritas, mitad en español, mitad en inglés, esas mismitas que yo leía en voz alta a los amigos del barrio cuando ellos, tan finos, me preguntaban: "¿qué has sabido de la viajera, qué nuevas nos tienes, Sofiíta-mi-hermana?", porque ya ve, fue en esa época, si no me equivoco, cuando ellos, cariñosísimos, les dio por apodarme de esa manera, por bautizarme con semejante piropo, con ese elogio tan inmerecido, por cierto, porque al César lo que es del César, don Efraín, yo nunca, ni a los tobillos de mi hermanita, ni tampoco digna por méritos propios de ser invitada, como lo fui tantas veces, a aquellos salones de los vecinos, elegantísimos, que vea, que sólo en revistas se ve semejante esplendor y allí era yo recibida en la puerta y conducida del brazo del señor de la casa al sitio donde me aguardaban toditos, sentados en rueda, toditos, en las mecedoras austríacas, toditos, muy formalitos, ceremoniosos y atentos para que yo les leyera en voz alta aquellas cartas maravillosas de Sofiíta-mi-hermana y era únicamente cuando yo les decía, "ya basta, señores, hasta aquí llega la carta de esta semana", cuando la muchacha pasaba, en una bandeja redonda y cubierta con un paño de hilo bordado, los vasos con refrescos de melón, jengibre, piña o guanábana, y el anfitrión y su dignísima esposa osaban levantarse y poner en la victrola algún disco de moda y ¡ay, don Efraín!, cómo llegué a emocionarme y a derramar mi cualquier lagrimilla con sólo pensar que la misma sangre que corría por mis venas, esta mismita, era la que corría por las arterias de mi hermanita del alma, es más, todos ahí comentábamos que ella tenía que ser superiorísima a la tal Galli-Curci a quien escuchábamos en la victrola y era tan ponderada única y exclusivamente porque, según el Almanaque Bristol, era- a la par de las pastillas mágicas del Doctor Ross - la última novedad de "La Víctor", el último grito, aunque, recuerde, no se le olvide, mi amigo, la tal Galli-Curci, a diferencia de Sofiíta-mi-hermana, cantaba en italiano cosas que nadie, absolutamente nadie, entendía, salvo aquel ejemplar en dos patas, sí, señor, aquel cachorro de Al Capone, aquel campesino, de ojos azules, cochero de los Quintero, a quien no íbamos a pedir, por supuesto, que se sentara con nosotros en las mecedoras austríacas únicamente para que nos tradujera lo dicho, sobre todo, si nuestras tertulias eran algo tan exclusivo que con decirle que, a veces, don Efraín, ni los hombres asistían a ellas y fue, precisamente, en una de ésas, cuando estábamos las mujeres a solas, cuando la niña Natividad me dijo que ella se hacía pipí, tal como lo oye, que se orinaba por saber en qué idioma cantaba Sofiíta-mi-hermana y yo, temerosa de que en la próxima sucediera lo feo, me vi precisada a escribir a mi hermana, solicitándole, de paso que, a vuelta de correo, me mandara ese dato tan importante, a lo que ella, siempre modesta como cumplida, me contestó que cantaba en español, inglés, francés y en italiano, también, aunque su maestro le había hecho saber que "para su voz, Señorita Londoño, lo más apropiado sea, tal vez, que se limite a las zarzuelas", y fue así, cómo no, cómo y porqué ella llegó a conocerse dormida toditas las del maestro Chapí, amén de otras que eran un auténtico relicario, como son La dolorosa, Los claveles, La reina mora y La canción del olvido y, todas éstas, por cierto, de un fulano de tal que, ahora, es inútil, no recuerdo su nombre, ¿qué?, ¿cómo?, ¿Serrano, me dice?, claro, Se-rra-no, se llama, qué tonta, no habérseme ocurrido preguntárselo antes, si yo, a los cuatro vientos lo he dicho, y ahora lo repito, igual que usted, nadie, don Efraín, eso es, nadie comparársele puede, porque ningún otro posee en esta ciudad la sapiencia milenaria que usted guarda en su augusto cerebro y esto, además, lo hace comparable sólo a los sabios antiguos de Grecia y ¿por qué no repetir que Sofiíta-mi-hermana me lo señalaba, tal cual?, "mirá Elisita", me decía, la pobrecita, en cada ocasión, y cuando al caso venía, "mirá, que lo que sabe don Efraín es sólo semejante a conocer a la Enciclopedia Británica en gente" y, ahora, no se me vaya a ruborizar pues, tal cual, está escrito en la Biblia, la falsa modestia es pecado, mi amigo, pe-ca-do, tal como lo oye, y por ahí anda, pisándole los talones a la soberbia y cuidadito, pues, sin querer o queriéndolo, acaso, caiga usted en otro pecado más feo, en uno de los que lo llevan a uno, de un volantín, al infierno...¿me pregunta, usted, si tengo sed?, ¿si de tanto hablar me ha dado anadipsia?, o ¿me está invitando a beber un refresco con hielo?, hábleme claro, mi amigo, usted me conoce muy bien, yo voy al grano, así es, yo, al pan, pan y al vino, vino, y, por supuesto, claro, me estoy secando de sed, la lengua la tengo pegada a la campanilla, sin embargo, no me tocaba a mí sino a usted invitar a la horchata, había que aguardar la sugerencia del caballero porque así me enseñaron y así lee en el Manual de buenos modales del Maestro Carreño, además, aquí, en el seno de Abraham, ¿qué más puedo pedir sino que este rato se prolongue, se extienda?, pero, no me vaya a juzgar usted mal, don Efraín, si hoy hablo como una perdida cuando aparece, no es que éste sea mi estilo, qué va, no en balde soy hija de la niña Esteatita (q.e.p.d.) y hermana carnal de Sofiíta Londoño, sino es que, mire usted, la anticipación de una alegría tan grande como es saber que usted nos tiene noticias apenas salidas del horno de nuestra muchachita adorada, me ha vuelto una pascua, tal como lo oye, me ha hecho perder la cabeza y los modales de paso, tal cual, como cuando Sofiíta nos avisó por la All American Cables que venía en tal fecha y papá y yo corrimos al Banco Central a pedir mil pesos/oro prestados para encortinar todita la casa, decorarle su pieza, darle la sorpresa de ataviarle la última muñeca con que había jugado de niña y, por supuesto, enviarle lo del pasaje y alguito más para que se comprara un ajuar nuevo, sin olvidar, por supuesto, las chinelitas de pluma de pichón de palomo, porque ¿venir de New Orleans sin chinelas de pluma?, por favor, don Efraín, eso hubiera sido mal visto y motivo de críticas, sobre todo, a sabiendas de que aquí son el último grito y que la noche del recibimiento, después del Te Deum, todo’ mundo iba a desfilar por la recámara de ella para contemplar el decorado apenas estrenado, el guardarropa traído del Norte, y ni hablar de las chinelitas, sobre todo porque éstas eran, en ese momento, la sen-sa-ción del momento, aparte, claro, de mi propia hermanita quien, en efecto, deslumbró hasta a los más inmutables, a partir del instante cuando atracó el barco y la divisamos, campante, en cubierta y ella nos saludó con un pañuelito bordado y todos, al rompe, comenzamos a susurrar que era ella la imagen misma de Mary Pickford porque, a mi hermana, ya ve, hasta el color del cabello le había cambiado y ahora era rubio y la cabeza la traía todita repleta de crespos de arcángel y llevaba un roba-corazón en la frente y los labios los tenía, además, pintados de un tono de carmesí que aquí no se lleva y las piernas se le veían enfundadas en unas medias celestes y, para colmo, caladas, y el talle del vestido le daba a la altura de sus hermosas caderas, los tacos los llevaba bien altos y lo más bello, don Efraín, lo más hermoso eran aquellos ojos de ella, sombreados de blanco y morado, coronados por unas pestañas largas y espesas que, seguramente, le habían crecido allá, en Nueva Orleáns, sí, señor, con el frío, porque aquí, que yo recuerde, nunca las tuvo tan largas, como tampoco, mientras vivió en esta casa, se desenvolvió nunca con la distinción, con el garbo de reina que traía de allá y es que, vaya, había que ver cómo entornaba los ojos, cómo, esa santa mostraba todos los dientes cuando reía, con qué gracia bailaba el Charleston, cruzaba las piernas, se reía a carcajadas y echaba la cabeza hacia atrás y, así, mismito, igualito, lo captó la crónica social de El Nuevo Diario cuando, al día siguiente de su llegada, sacó un gran retrato de ella con una reseña preciosa donde le daban la bienvenida "a la bellísima y distinguida señorita Sofiíta Londoño quien llegó ayer del Coloso del Norte, después de haber realizado cinco años de estudios de canto con los mejores profesores de ese país y ayer mismo sus padres, don Jesús y doña Estebanita, del barrio de san Rafael, tuvieron a bien ofrecer en su honor un Te Deum en la Catedral, seguido de un recibimiento en su casa de habitación, donde se brindó el mejor vermouth italiano y finas galletitas inglesas, se tocó piano y pianola, se recitó Cielo y Mar y La marcha triunfal, de Darío y la mesa se engalanó con frutas frescas americanas, divinamente arregladas dentro de un cubo de hielo, cortesía para la ocasión del gerente de la planta eléctrica, Mr. Jack Harrington", y es que, en efecto, tal como lo oye, don Efraín, Mr. Harrington y su distinguida consorte, a quienes conocíamos de 'buenas tardes y buenas noches', nos sorprendieron con aquel exotiquísimo obsequio y no sólo vinieron ellos dos a la fiesta, al Open-House, como dicen los que hablan inglés, sino que platicaron largo rato con Sofiíta-mi-hermana, le pidieron que cantara algo para la concurrencia presente y, pese a que ella se negara, alegando que para hacerlo necesitaba de un pianista y de un escenario apropiado, no se dieron por ofendidos, qué va, es más, prometieron presentarla a la oficialidad entera de los Infantes de Marina, acantonados en este país, con el fin de que ella practicara en voz alta el inglés que ya hablaba a las mil maravillas y fue entonces, sí, entonces, cuando comenzó el capítulo de las idas y venidas todas las tardes al Parque Central con los marinos, de uniforme blanco, muy bien estirados, y yo, claro, yo con ella y, de paso, con ellos, porque a usted no tengo por qué explicarle cómo son, de largas, las lenguas ni, de ancha, la envidia, sobre todo, cuando se es tan bella y tan pura y tan culta, a la vez, como es el caso de Sofista- mi- hermana y, si no me equivoco, fue en ese entonces, sí, en ese preciso momento cuando quiso la Providencia que yo conociera a Jimmy-mi-novio, él andaba en compañía del Sargent Morgan y éste último se acercó a saludar a mi hermana del alma y, créame, si no es porque Sofiíta me empuja y me vuelve a empujar para que yo iniciara relaciones con Jimmy, no hubiera conocido yo nunca lo que es ese loco arrebato que es el amor, pero ¡caráste!, ¡qué idiota!, eso no viene al caso, qué no, lo importante es que me diga, me suelte, de un golpe, las últimas de Sofiíta-mi-hermana, de ese primor de quien nada sabemos desde que se matrimonió, desde que salió por la puerta del brazo de Chemita-su-hijo para hacerse humo o eclipse, no sé, pero, antes de seguir adelante, digamos las cosas, tal como son, y sin ánimo de ofender, por supuesto, digamos, así, que ese hijo suyo, don Efraín, es un bicho rarísimo que no sirve ni para descalzarlo, mi amigo, él, tan delicadito, tan estrecho de espaldas y encogidito de pecho, con esas manitas rosadas y tan suavecitas, me resulta, es, mejor dicho, una caricatura muy mala del Niño Jesús de Praga y explíqueme, ¿a quien se parece?, ¿a la madre?, porque, ¿con el padre?, nada, ni el parecido más ínfimo, es asunto de ver la estampa suya, nomás, usted, mi amigo, sí es ejemplo de virilidad absoluta, de Charles Atlas en vivo y persona, por eso por esta cruz, se lo juro, por esta cruz, don Efraín, sólo porque el muchacho es hijo de quien es hijo y toca el piano, baila el Charleston y habla el inglés a las mil maravillas, a nadie le pudo calzar en la cabeza cómo y porqué Sofiíta-mi-hermana pudo darle la hora del día a semejante cosita de nada y peor aún, cómo fue que dejó pasar a tanto partido rubio y buen mozo para fijar los ojos en ese muchachito suyo raquítico, pero, en fin, el amor es ciego, dicen, y a veces, es bizco, también, y yo diría que eso es peor todavía porque hace que el enamorado vea las cosas al revés o en ángulo obtuso y eso, ¡válgame Dios!, vuelve al más perspicaz, despuntado, pero no se me ofenda usted, don Efraín, porque no se trata de personalizar, ni de herir, mucho menos, sino de aclarar lo que a veces ocurre y de resaltar, sobre todo, las cualidades del padre del novio, al punto de que yo, le confieso, al fin del mundo me iría solita, íngrima, con usted y eso mismito pensó la niña Natividad y el resto del barrio de San Rafael cuando se anunció lo de la pedida de mano de Sofiíta-mi-hermana y el tema corrió, de boca en boca, y quedó flotando por meses en el ambiente, de tal modo que ni le cuento cómo la gente, dale que dale, con el asunto, dale que dale, cada vez que venían a vernos o cuando Sofiíta y yo íbamos a casa de la modista para que le entallara el traje de novia y ésta, la muy lengüilarga, tuvo un día la cara dura de preguntarle a ese nido de pureza que es mi hermanita si ella no estaba enamorada realmente de usted, pues eso era lo que se comentaba por los pasillos, o sea, que mi hermanita se casaba con el pobre Chemita sólo como pantalla, tal como lo oye, para cubrir apariencias porque, a ciencia cierta y testigos en mano, se sabía, desde hacía muchísimo rato, que él era pajarito, mariquita y eso bastó para que yo me le tirara al cuello a la vieja y casi, casi, le sacara los ojos, pero una vez más la prudencia de Sofiíta triunfó por encima de mis bajas pasiones y nos sacó a flote a las dos y, ¡caráste!, creo que estoy hablando más de la cuenta, que estoy metiendo la pata y, acaso, sea mejor que aquí diga ¡basta!, y me trague otro sorbo de horchata porque usted, mientras tanto, ni jota, ¿qué?, ¿cómo me dice? ¿que soy yo quien no lo ha dejado?, ¿que la culpa es mía y sólo mía?, don Efraín, por Dios, tampoco es así, le ruego que eche para atrás la película y verá usted cómo me ha interrumpido las veces que le ha dado la gana, ¿entonces?, ¿en qué quedamos, por fin?, ah, que Chemita es más celoso que un chino y por eso lo del encierro, lo de la clausura, igualito que en los monasterios trapenses, ajá, y ha sido por eso que ahora ha decidido usted hablar conmigo sobre ellos, ha sido, en pocas palabras, porque al niño de usted se le ha bajado la temperatura del cuerpo y eso, en buen romance, quiere decir que, a partir de esta fecha, nos da la luz verde para ir y venir a su casa, ¡qué maravilla!, permítame, pues, que en nombre de papá y en el mío, se lo agradezca y acepte, al rompe, la oferta ¿qué?, ¿cómo?, ¡mire, viejo, así tampoco no es la cosa!, ¡recuerde, haga memoria, una vez más, recapitule las normas del maestro Carreño!, hay que iniciar todo diálogo, nos dice el perito en modales, el papito adorado de la difunta pianista Teresita Carreño, hay que comenzar el coloquio con un preámbulo bien concebido, que sea, a la vez, claro y sencillo, por eso, ¿qué espera, don Efraín?, le ruego que haga usted gala de lo que le enseñaron en casa y desembuche, sin remilgos el cuento...¿Cómo?, ¿Que ella iba embarazada, me dice?...¿Que Sofiíta-mi- hermana no fue pura, que no fue intacta, que ya no era virgen, cuando juró ante el altar serle fiel a su hijo Chemita?, eso, muy señor mío, es infamia y sépalo bien, no se lo acepto, es más, me resisto a creerlo, ¡Cómo!, repita la frase bien despacito, ¡Jesús, piedad!, ¿de parto, me dice? ¿Y, el niño, también? ¡Santísima Trinidad! ¡Misericordia Divina!... ¿Cuándo fue eso, don Efraín?...¿Cuándo, por Dios, acaeció tan horrendo percance?...¡Y es, a estas alturas, viejo desgraciado, hijo de su grandísima madre, es hasta hoy, a esta fecha cuando tiene usted el coraje de avisárselo a uno!...Mire, usted, tal como suenan las cosas, mejor sea que se largue ahora mismo, que arranque a correr con sus patas de perro, que ponga pies en polvorosa, porque una palabra más de su boca y yo a usted lo fulmino, vejete del diablo, yo a usted, óigalo bien, zorro maldito, yo a usted, adonde lo pesque, lo mato, después lo hago trizas y, para rematarlo, lo echo al fogón, polvoreo de azufre las chispas y, así, en ese lago de llamas donde hace rato lo aguardan la bestia y el falso profeta, ruego a Dios que arda usted con los otros malditos por los siglos de los siglos, hasta el día del juicio final cuando Cristo, en persona, lo juzgue y condene para siempre al infierno, tal como usted se merece, ¡cabrón del carajo!  


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