Anayansi Ehlers
Nació en México DF. Es hija de padre panameño. Se egresó
en la Universidad
de Panamá. Estudió Pedagogía y Literatura/Gramática del Inglés. Obtuvo la maestría
en Lenguas Romances y Literatura por la Universidad de Kansas City Missouri.
Ha publicado los libros: Aún tengo
algo que decir (1998); Cuando
Colón se vistió de blanco (Panamá, 2013) y Carrera sin tiempo (Editorial Libertarias, España, 2014).
El Portón
Publicado en la revista cultural Maga #71 de julio - diciembre de 2012.
La abuela lo esperaba fielmente todas las tardes en el portón de la finca. Tenía la esperanza de que llegara el día en que el
abuelo le dijera que ya no volvería a irse a la frontera, con los demás
vaqueros para vender el ganado.
Corría
el rumor de que camino al sur, el abuelo tenía otra familia. La abuela no daba
crédito a habladurías. Ella era una mujer arrogante y se sentía superior a las
demás mujeres de los alrededores.
Un
día, el abuelo se fue y nunca más volvió. La abuela desde entonces jamás lo
mencionó. Reunió a sus hijos y les informó que el padre había muerto, pero
dentro de ella conservaba la esperanza de que volviera.
Todos
creyeron el cuento, hasta que un día decidí unirme al grupo de vaqueros para
seguir los pasos de mi abuelo.
En
el primer pueblo, luego de pasar la frontera, vi a una moza sentada en una
mecedora y entablé conversación con ella. A lado pude notar a su abuelo
longevo, casi ciego, que ansiaba noticias del norte.
—Hola,
abuelo, ¿cómo está? — le pregunté.
—Aquí,
sin fuerzas para montar a caballo y recorrer la pradera. Antes tenía la energía
para hacer esos largos viajes. Tenía una visión 20/20 y el brío de los años
mozos. Tenía una bonita familia en el norte y un buen día, me quedé atrapado
entre otras faldas.
—No
se preocupe, abuelo, de regreso le diré a la abuela Esperanza que cierre el
portón.
La noche de brujas
Publicado en la revista panameña de cultura Maga #74 de enero - junio de
2014
Era el día de muertos, decidí salir a caminar para distraerme y respirar
aire puro. Pensé que un poco de sol no me vendría mal, no tenía
muy buen semblante. Llevaba dos días de no pasear. Al salir, me llamó la
atención un listón negro en la puerta principal. Cosas de niños, pensé.
Caminando
por el mismo rumbo que acostumbraba, pude notar tres grandes buitres
disfrutando al despedazar y disputarse la carne de una presa muerta. Qué
espectáculo tan deprimente, me dije, al ver semejante imagen. De repente, no
solo eran tres, sino que ya seis estaban tras la presa inerte. Vi a estos
pájaros disfrutando el banquete. Pensé en todas esas personas que mueren
en los campos e igualmente son despedazadas por estas aves de rapiña.
Seguí mi camino no queriendo ver más. De
regreso a casa pude percatarme de que seguían ahí saboreando su presa, cuando
de repente otras dos aves me comenzaron a atacar. Traté de correr, pero me fue
imposible. Al ver detenidamente a la presa, aterrada noté que, a un
lado del festín, yacía el disfraz que
había usado la noche de brujas.
El conquistador
Don
Ramón era un español de ojos verdes con tez blanca y cabello marrón. Había
venido al país centroamericano con la esperanza de mejorar su vida tanto
económica como social. Trabajaba muy duro y guardaba todo el dinero que podía.
Con
los años, pudo adquirir una finca de café y tenía siembras de flores. Tenía ya
48 años de edad y seguía soltero. Por dedicarse tanto al trabajo, no había
podido encontrar una enamorada que lo tomara en serio. A él esto no le
preocupaba, porque quería estar bien establecido antes de comprometerse con
alguna de las jóvenes casaderas.
Los
sábados eran los días que les pagaba a sus trabajadores. Ver la forma cómo se
preparaba para hacerlo, a uno como observador lo sacaba de onda. Don Ramón era
una persona muy agradable y verlo sonreír era un placer. Eso sí, verlo enojado
era simplemente incómodo. Decía las palabras más ofensivas que jamás había
escuchado. Es más, hasta agarraba el disgusto con Dios dirigiéndole toda clase
de improperios.
Yo
estaba de espectador. Tuve la suerte de ser su invitado ese fin de semana. El
lugar era fascinante. Era privilegiado. Tenía un caserón de madera
bastante cómodo y lleno de ventanales para que se pudiera embelesar el
espectador con el paisaje paradisíaco de las montañas, el río y el valle.
Don
Ramón era un hombre espléndido según la opinión de los que lo trataban
socialmente, pero para sus trabajadores era déspota y lo consideraban
miserable.
Ese
sábado, al mediodía, pude observar cómo le pagaba a los indios que habían
recogido el café. Afuera de la casa, acomodó una mesita, una silla y encima de
la mesita colocó un revólver. Le pregunté para qué el revólver y me contestó
que para intimidar a los campesinos y protegerse, porque algunos eran
violentos.
En
eso, empezó a llamar a cada trabajador, utilizando un listado que tenía.
“Jacinto Luna”, llamó alzando la voz para que lo escucharan. Este se acercó, él
le mostró el detalle de las horas trabajadas, lo que se le pagaba por hora, le
hizo firmar o poner una marca a lado del
nombre en el listado para dar constancia de que había recibido su salario y
continuó con el siguiente en la lista. Así fue llamando uno a uno de los
trabajadores hasta llegar a “Filomeno Vargas”.
Yo,
callado en una esquina, observaba todo el asunto y no podía dejar de imaginar a
mi amigo vestido como un conquistador español
de los años del descubrimiento de América con
su casco plateado, su espada filosa y su escudo adornado con insignias de la
madre patria. Mi amigo, de estatura pequeña, tenía un parecido al gran
Napoleón, pero en versión española. En vez de hablar francés, hablaba español y
mezclaba el gallego, ya que era oriundo de Galicia .
La
sumisión hasta entonces de los indios era impresionante, pero luego que le dijo
a Filomeno que le iba a descontar $20 por haberse bebido el aguardiente que
tenía en la bodega, se formó un alboroto. Filomeno empezó a vociferar y a
decirle hasta del mal que iba a morir.
Mi
amigo me susurró al oído que lo siguiera a cuenta de tres, y corriendo, nos
metimos al caserón, cerrando la puerta con todos los cerrojos. En ese instante,
empezó la sublevación de la raza oprimida.
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