Silvia Fernández-Risco

Estudió Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad Autónoma Metropolitana de México, su ciudad natal, especializándose posteriormente en Diseño Editorial.
En el año 2000 se mudó a Panamá junto con su esposo. En este país publicó su primer libro Volar y otros cuentos bajo el sello 9 Signos Grupo Editorial. Su cuento “Una muñeca para Mercedita”, incluido en este libro, ganó mención honorífica en el premio de cuento “Facultad de Ciencias y Tecnología”. Sus cuentos han sido publicados en diversas revistas, antologías y blogs. En el 2010 publica su segundo libro de cuentos, Música de las esferas, prologado por el escritor Neco Endara, bajo el sello Fuga editorial.
Ha escrito obras de teatro infantil, guiones para exhibiciones museográficas y el libreto para la Cantata Santa María la Antigua, con música original de Ricardo Risco, entre otros trabajos.
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Una muñeca para Mercedita

Del libro Volar y otros cuentos. Editorial 9 Signos. Panamá 2009.


El agua está fría, muy fría. Cómo saber si es eso o el miedo lo que pone tanto temblor en mi cuerpo. Sea lo que sea, ahora lo que quiero es huir, desaparecer. Me siento sumergida no sólo en el agua helada sino en una oscuridad densa y silenciosa, donde chapoteo, rodeada de gente que, como yo, va tras un sueño. A pesar de que nadamos en grupo, me siento muy sola. Nadie habla. Creo que es por temor a que las palabras temblorosas delaten el miedo que sentimos. En vano nos esforzamos por ocultarlo: el miedo es fosforescente, por eso brillamos en el río. Pienso en mi hijita Mercedes. Tan inocente. Le juré que regresaría pronto, que no se preocupara, que después estaríamos juntas para siempre. La dejé al cuidado de la virgencita, que es mejor que yo porque ella sí puede hacer milagros. Espero que se porte bien, que no haga enojar a las monjas porque así la cuidarán con cariño. Yo sé que ahí le darán oficio y no juguetes, pero cuando yo regrese, le compraré una muñeca preciosa, como la que nunca tuve.
Miro al cielo, entre mis párpados mojados distingo una tajada de luna que me recuerda la sonrisa de Mercedita. Por un momento, antes de meternos en el agua, pensé en regresar, pero el miedo a la pobreza es más fuerte que el miedo a seguir. Siento que la frontera de ese país es la frontera de mis sueños, debo rebasarla. Con el agua hasta la cintura, mis esperanzas todavía flotan. Los guías se esfumaron. Lo último que uno de ellos dijo fue: «Órale cabrones, a mojarse las nalgas si quieren cruzar el río, agárrense de las llantas los que no saben nadar». Ya no hay vuelta atrás. Así vamos, en grupo compacto, pero cada uno más solo que nunca, somos como pensamientos perdidos. Cada quien cargando a la espalda un pequeño bulto lleno de sueños y pesares, empujados por la ilusión de una vida mejor. ¡Vida mejor! Pero, ¿habrá una vida mejor para mí?  ¿Mejor para Mercedita? La bruma de incertidumbre no deja ver un panorama halagüeño. Recuerdo las palabras que descargué sobre mis amigas con el corazón embravecido: «¡Me voy al otro lado! ¡Por Diosito que no hay quien me detenga! Ganaré harto dinero y regresaré para vivir, ¡VIVIR!». Cuando hablaba así, me veía con lindos vestidos, a la moda y muy elegantes. Yo, que sólo he caminado en sandalias toscas de cuero, sentía en mis pies los finos zapatos de tacón. En el espejo de mi imaginación me veía con el cabello largo color de fuego o relumbrante como si fuera de plata. Y a mi Mercedita, como una linda princesa, luciendo un collar de perlas, y jugando con la muñeca más cara y bonita de las tiendas gringas.
¿A dónde se fue aquella yo? Nunca pensé que el miedo y el frío, como si fuera brujería, harían desaparecer mi arrogancia y estrujarían mis sueños.
Ahora no toco fondo. Hay que nadar. Dijeron que la parte honda es el tramo más corto. ¡A nadar pues! No importa uno o dos tragos de esta agua sucia. Hasta parece que reaniman mis esperanzas. Claro que sí. Avanzamos, temerosos, agarrados de esa llanta de plástico negro que tres cuerpos, cual maraña, parece que lograrán hundir.
Ah, ya puedo ver la orilla.
Un rayo de luz baña la superficie del agua. En otro momento y en otro lugar, me hubiera entretenido viendo los reflejos brillantes sobre las ondas acuáticas. Pero no ahora. Ese rayo  no es bueno. ¿Qué rayo lo es? Un segundo rayo pasea lentamente sobre el agua. Parece buscar una pareja para bailar. Nosotros somos su pareja. Se detuvo en nuestras cabecitas. Hemos quedado quietos como si fuéramos piedras flotando sobre el río. Pero las piedras no flotan. No los engañamos, nos han visto. ¿Qué harán? ¿Nos detendrán?
Ahora no sólo hay rayos de luz, también escucho truenos. No, no son truenos, son disparos. Cuento hasta cinco bocas que escupen fuego. Nos disparan a mansalva. Me pongo en el lugar de ellos: debemos parecer patitos de un tiro al blanco de feria. Algunas de las cabezas a mi lado se hunden sin burbujear. Comienzan los gritos, llantos, súplicas. Yo me quedo callada. Pienso en mi hijita. Dios, que jamás tenga que pasar por esto.
… ya no siento frío y ya no tengo miedo. Me siento ligera como el viento. Flotando en los reflejos sobre el agua veo mis antiguas vivencias …cardúmenes de recuerdos en movimiento perpetuo … se confunden con los sueños …tal vez son lo mismo ..........................................todo fluye igual que………el………..agua................................me....................dejo…………ir                       flotandonomehehundidocomolosdemás.
He cruzado la frontera. Te compraré la muñeca, Mercedita.

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Volar
Del libro: Volar y otros cuentos. Editorial 9 Signos. Panamá 2009.

Los sonidos metálicos de tubos golpeándose uno contra el otro me despertaron. Escuché voces de gente trabajando y el rugido de un león. En cinco años viviendo aquí, mismos en que no he regresado a mi país, nunca había oído algo semejante. Daniel dormía plácidamente a mi lado. Curiosa, me asomé a la ventana. En plena ciudad tropical vi elefantes, camellos y jirafas pastando en el terreno baldío frente a mi casa. Al fondo, un grupo de hombres montaba una carpa azul y blanca. Daniel emitió un fuerte ronquido, volví a escuchar el rugido de un león, pero no lo vi.
Sentí melancolía. De niña quería ser trapecista. Me imaginaba vestida con mi traje pegadito y brillante, como una segunda piel, dando piruetas por los aires, volando, venciendo a la gravedad. Aquí voy, en las alturas, sobre los espectadores, sintiendo el aire y el riesgo; penetrándolo. Mi cuerpo fuerte y flexible sobre el trapecio. Me contorsiono, doy tres volteretas y ahora quedo sostenida de una pierna, veo todo de cabeza; los aplausos y los gritos de la gente me inspiran, son como música de fondo. Vuelvo a tomar impulso, esta vez haré un doble mortal antes de tomar los brazos de mi compañero, lo hago, segundos eternos y regreso a la realidad de sus músculos precisos. Aplausos, no quiero bajar, quiero seguir volando.
Cuando cumplí tres años mi padre me llevó por primera vez a un circo. Es el recuerdo más antiguo que tengo: música, luces, animales nunca antes vistos, malabaristas y esa hermosa trapecista. Desde entonces y hasta los quince, como un rito filial, mi padre me llevaba a ese fantástico espectáculo para festejar mis cumpleaños.
—Mayra, ¿en dónde estás? pregunta Daniel con la voz adormilada.
—Mirando por la ventana.
—Ven un momento a la cama, ¿Qué son esos ruidos?
—¡Llegó el circo! Quiero ir en la noche. ¡Vamos!
—¿Al circo?, ¡Por Dios! tengo muchas cosas que hacer. Además, no me gusta ver a los pobres animales encerrados. Deberían llevarlos a sus tierras de origen y soltarlos. Es una injusticia. Si quieres, ve tú. Pero por lo pronto ven a mis brazos. Hagamos la función nosotros.

Daniel se fue para su trabajo y yo al mío. Hice lo programado, pero a cada momento me venían recuerdos de mi tierra. Extrañé la comida, la manera de hablar de mis paisanos, los ingeniosos piropos. ¿Por qué me mudé de país? Por Daniel, él es de aquí, aunque lo conocí allá me gustó porque era diferente: su piel oscura y perfecta, su cabello churrusco y esa mezcla de inteligencia con atractivo físico irresistible. Supe que era el hombre de mi vida.
Cuando regresé a la casa, el circo ya estaba montado, se veía precioso con sus luces en la entrada principal y sobre la tolda. Por los altavoces se escuchaba la música festiva y la voz del anfitrión invitando al gran evento. Para mi sorpresa, era el circo mexicano al que tantas veces fui de niña. Ahora estaba aquí, de gira por Centroamérica. Compré mi boleto y me fui sola.
Me senté en primera fila. Podía oler el sudor de los animales y la adrenalina expelida por el domador frente a tres enormes tigres de bengala y un león africano. Los animales eran enormes, mucho más de lo que los recordaba. Él, con su piel cobriza, sus ojos atigrados y el movimiento del látigo, los instaba a realizar todo tipo de suertes. Algo en su físico me hizo estremecer, como si hubiera revivido una emoción antigua. Admiré su valor y su hermosa sonrisa. Él mismo se encargó del baile de los elefantes y de las jirafas. Siguieron otros números de magos, contorsionistas y payasos.
Cuando al domador le tocó volver a salir, lo hizo vestido con un traje de charro sobre un corcel blanco al ritmo del Jarabe Tapatío, interpretado por un buen mariachi. El corazón se me aguó con aquella escena y sentí hervir mis raíces en todo el cuerpo. Ese hombre era todos los hombres de mi tierra, era mi Pedro Infante, de quien estuve enamorada desde la primera película en la que lo vi. Con su bigote, su piel morena, su sombrero, muy macho sobre su caballo, era mi fantasía adolescente. En su número final quedó frente a mí, a menos de un metro de distancia, me miró y yo vi en él recuerdos de mis primeros amores. De no haber sido por el anuncio del intermedio, las luces encendidas y la algarabía de los chiquillos que me devolvieron a la realidad de mi condición de público, me hubiera abalanzado sobre él como una quinceañera fanática y soñadora.  Hacía calor, sudaba y me pregunté si Daniel ya habría llegado a la casa. 
Vuelve la oscuridad, la penumbra, la iluminación dirigida, y aparecen cinco chicas dominando los aros, las cintas, las telas de colores. Se suman los gimnastas con sus mallas pegaditas y sus torsos descubiertos, sus músculos perfectos, sus redondos glúteos y sus dotes masculinas sugeridas. Pirámides humanas imposibles, acrobacias llevadas al límite y, después de un triple salto mortal del más pequeño, entre todos forman una figura geométrica estática y me sumerjo en sus facciones. Son mi gente, mi raza, y pienso en mis compañeros de la escuela cuando hacíamos las tablas gimnásticas para los festivales.
 La música advierte el número más esperado: los artistas del trapecio. Aparece el capitán del grupo bajo la luz de un reflector azul. Para mi sorpresa, es el mismo domador de ojos atigrados. Se ve radiante, hermoso, perfecto, y comienzo a sentir deseos de tocarlo, de palpar su piel como si estuviera modelándolo con tierra de mi tierra. Tras él, cuatro artistas más. Suben con brío la escalera y comienzan sus acrobacias. Quiero ser una de ellos. Quiero aventarme al vacío y que sus brazos fuertes me sostengan. Quiero volar con él.
La función termina y quedo absorta en una realidad fantástica. Este es mi hombre, mi mundo. Lo busco y mi primer ocurrencia es decirle que siempre quise subirme en un trapecio. Se me acerca aún más, me olfatea, me toma de la mano y me conduce al camerino. Me quita los zapatos, la camisa, los jeans y me ofrece un leotardo adornado con lentejuelas doradas.
—Póntelo, ahora vengo por ti; debo dar algunas instrucciones al personal de mantenimiento —me indica, mientras rápidamente se quita las mallas y se pone un cómodo boxer.
Me visto. Me desconozco y me reconozco en semejante atuendo. Estoy en su casa, son sus cosas y yo las toco, siento las texturas en mis manos y lo deseo. Imagino mi vida en esta habitación móvil, a su lado. Regresa y me sorprende con mis pensamientos silenciosos, pero que hacen ruido de cascabeles.
—Vamos, quiero hacer tu sueño realidad me invita mientras me toma de la mano y siento sus callosidades.
—Pero jamás me he subido, no sé cómo hacerlo, sólo es un sueño, una fantasía.
—La red está puesta y siempre te estaré abrazando, no tienes nada de qué preocuparte.
En mis oídos se queda como un eco la promesa “te estaré abrazando” y me dejo conducir. Subimos con paso lento. Su tórax y sus brazos  me protegen como la concha al caracol. Llegamos hasta la plataforma más alta. No siento miedo, sólo el deseo de volar con este hombre. Me explica los pasos a seguir, los sigo hipnotizada. Se sienta en el trapecio, me acomoda en sus piernas y lo libera. Nos columpiamos, me besa con pasión, siento el vértigo de la altura y sus caricias.
—¡Ahora! — grita con voz de agujero negro. No hay tiempo de entender nada. Con gran maestría, la que sin duda da la experiencia, suelta el trapecio, sujeta con fuerza mi cuerpo y damos un salto mortal antes de caer a la red.
—¡Ay mamita! Qué buena estás... —susurra con su acento mexicano mientras mi espíritu se ha quedado vagando en las alturas− Ahora debo descansar. Los trapecistas somos gente sana y muy disciplinada. Espero que te haya gustado la función.
Yo no tengo palabras, no sé a dónde se han ido, tampoco sé qué hora es ni… ¡carajo!, qué le voy a decir a Daniel.
Daniel era mi esposo, el hombre por el cual había abandonado mi tierra natal, mi familia y un futuro profesional prometedor pero era, ante todo, mi amigo. Por eso, cuando varios días después volví a casa llorando, tristísima, me cobijé entre sus brazos. Había regresado al circo, envalentonada por mis fantasías sexocircenses. Fui a buscar al hombre de ojos atigrados. La función ya había terminado. Toqué en su camerino y nadie respondió. Tal vez me estaba esperando en el trapecio. Ahí lo vi columpiándose, llevando sobre sus piernas a otra muchacha, haciendo sus fantasías realidad.
—Te juro que yo sólo quería volar −le dije a Daniel, desconsolada.


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 Música de las esferas

Del libro: Música de las esferas. Fuga editorial. Panamá 2010.

Un susurro, cálido como el vaho de un amante, le produjo un cosquilleo en el oído derecho. Estaba sola, pero esa sensación le hizo recordar aquel domingo en casa de su abuela, cuando soltó el libro que estaba leyendo para rascarse la oreja y preguntó a la anciana:
—¿Escuchaste, abuela? —y metió el dedo índice en la cavidad de su oído para tratar de limpiarlo y mejorar aún más su audición.
—¿Qué cosa?
—Ese murmullo, como de palabras envueltas en susurros.
—No oí nada. Debe ser que alguien está pensando en ti, hijita.
Aquel lejano día no pudo comprobarlo ni le dio importancia pero, esta vez, decidió poner atención al susurro y tratar de descifrar su mensaje. ¿Sería Enrique? Cerró los ojos y, en su afán de identificar aquel runrún, escuchó detenidamente todos los sonidos que la rodeaban. Se maravilló al detectar la variedad inmensa de timbres, de ritmos, de frecuencias que podía registrar y de los que por lo general no era consciente. Imaginó su procedencia y la distancia, el tamaño y las características de quién o qué los originaba. Era un enorme radar, y eso la mantuvo entretenida mucho rato.
Seleccionó los que más le gustaban. Pensó en el misterio de los sonidos ordenados que producían música deliciosa para su alma. Ese pensamiento se concatenó con el recuerdo de aquella primera fiesta de secundaria, musicalizada con suaves melodías, en que bailó abrazada al muchacho que la hizo despertar al amor. Sólo bailó esa pieza, pero el efecto embriagador aparecería cada vez que a sus oídos llegaba la melodía. ¡Mmmm!
Volvió a concentrarse para tratar de percibir nuevamente aquellas palabras casi imperceptibles que le produjeron comezón en la oreja, pero una ráfaga de viento la llevó a imaginar los sonidos propios de la naturaleza: el mar, las tormentas, las cascadas, las erupciones… ¿Cómo sería la voz del mundo? ¿Cuál la base rítmica del universo? Según Pitágoras, los cuerpos celestes producen sonidos que al combinarse forman la llamada música de las esferas.
¡Ding, dong!, ¡ding, dong!
El timbre la sacó abruptamente de sus reflexiones. Al abrir, se sorprendió de ver a Enrique.
—Estaba pensando en ti y quise venir a saludarte.
—¡Vaya, tal vez mi abuela tenía razón!
—¿A qué te refieres?
—Shh…, pasa.
Él no intenta comprender. Entra y la sigue muy de cerca por el pasillo hacia la sala. Da un paso largo y la abraza por la espalda. Comienza a acariciar su cuerpo y con la lengua recorre los valles y cordilleras de su oreja. Ella siente que el universo se posa ahí para comenzar una fiesta de luces, de cometas, de astros celestiales girando en torno del placer. Su oreja, otrora miniatura de esponja comprimida, crece con su saliva fértil y todo él cabe en ella. Con voz tenue lanza palabras sueltas en la catedral de su intimidad sonora, esa que minutos antes había estado afinando al capturar el torrente de sonidos a su alrededor. El eco se convierte en un concierto de adoración a Eros y poco después escucha la música de las esferas, la armonía del cosmos, los sonidos divinos que conducen a Dios, y Esther se pregunta ¿qué estaría haciendo Pitágoras cuando la oyó por primera vez?

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